Gabriel Rufián nació en 1982, el año de la gran victoria de Felipe González y del Mundial de Fútbol de Naranjito. Diplomado en Relaciones Laborales en la Pompeu, se dio a conocer en los inicios del procés como miembro de Súmate, aquella plataforma que buscaba el apoyo de los catalanes castellanohablantes a la independencia. Oriol Junqueras lo fichó como candidato al Congreso en las elecciones de diciembre de 2015. Eran años de pujanza para ERC y para Junqueras. La perspectiva era crecer y, la estrategia, ampliar la base. Había que sobrepasar el perímetro de siempre y conquistar nuevos territorios para el independentismo, en este caso, principalmente en Barcelona y en las ciudades de sus alrededores. Dicho de otro modo: la misión de Rufián era emular al por mayor lo que Junqueras había logrado en Sant Vicenç dels Horts (el republicano ganó en 2011 la alcaldía de esta ciudad del Baix Llobregat). La estrategia de ampliar la base iba de la mano de la teoría del independentismo no nacionalista. Esta teoría defiende que se puede y hay que hacer crecer el independentismo apelando sobre todo a las mejoras sociales y económicas que se producirían con un estado propio. En este contexto, el fichaje de Rufián, de Santa Coloma de Gramenet e hijo de padres andaluces, tenía todo el sentido. Empezaba la carrera política de Rufián.

Desde entonces hasta ahora, Rufián no ha exhibido unas grandes dotes para la política, entendida en su sentido clásico. No es alguien que, por así decirlo, esté horas y horas estudiando los aburridísimos dosieres, que son muchos, que aterrizan en el Congreso. Ni que se pase el día a su despacho. Tampoco parece, visto desde fuera, tener un gran liderazgo dentro del grupo de ERC en el Congreso —menos todavía, seguramente, después de las heridas causadas por la gran batalla en el seno del partido—. Pese a estas limitaciones, no obstante, ha logrado hacerse notar, hacerse un nombre. Aquel fichaje de Junqueras, un fichaje en parte guiado por la intuición, si bien no ha acabado revelándose como un estadista, sí que ha demostrado una grandiosa facilidad para la dialéctica y la frase deslumbrante. Su territorio es, pues, la radio, la televisión y, sobre todo, sobre todo, las redes sociales. En poco tiempo, Rufián —pelo repeinado para atrás, ropa demasiado apretada, mirada desafiadora— se metamorfoseó en una auténtica celebridad en Madrid y en toda España. Ha conseguido trascender el espacio de la política y se ha convertido de forma evidente en una especie de icono, en un personaje de la cultura popular española, por así decirlo. Cada vez más cerca del mundo del famoseo y el salseo, de Belén Esteban y Mario Vaquerizo.

Sin duda, Rufián es un tipo inteligente —y no solo listo o espabilado, como tal vez podría pensarse—. Porque, insisto, hay que ser inteligente para pensar y engendrar sus frases. Ya sean dichas o bien sean escritas en el móvil. Y destacar en este negocio no es algo que sea fácil ni sencillo, y menos hoy, con tanta gente, miles y miles, compitiendo con uñas y dientes para componer una sentencia ingeniosa y que realmente llame la atención.

Gabriel Rufián es el resultado de una época —de los años de acrecentamiento del procés, de una ERC también envalentonada— que ha quedado atrás

Con el tiempo, Rufián se ha ido labrando un perfil que él ha querido marcadamente izquierdoso (podría estar perfectamente encuadrado en Podemos o Izquierda Unida). En este punto, es imposible no ver el rastro del antiguo 'psuquero' y correligionario suyo Joan Tardà. Rufián se ha especializado en sus ataques hirientes contra el PP, Vox y sus varios títeres mediáticos. Complementariamente y en coherencia con todo esto, se ha convertido también en uno de los más acérrimos defensores de la vigencia y continuidad del gobierno de Pedro Sánchez.

Finalmente, se ha erigido en una tremenda máquina de provocar a Junts per Catalunya. No es ningún secreto que la relación entre unos y otros en el Congreso ha degenerado en una batalla campal constante, llena de ataques, desafíos e insultos. No es únicamente responsabilidad de Rufián, por supuesto. A algunos diputados de Junts —Nogueras, Calvo, Cruset— les encanta también la brega, en especial cuando se trata de meter el dedo en el ojo —o allí donde se pueda— a los republicanos. No, los de Junts tampoco son unos angelitos. Inevitablemente, la adicción a la frase ingeniosa y la bromita ácida ha causado un montón de quebraderos de cabeza a Rufián, cuyo ímpetu le arrastra a menudo al exceso. Así, difícilmente podrá librarse nunca de ese mensaje sobre las "155 monedas de plata" en el que trataba a Puigdemont de traidor. Fue el 26 de octubre de 2016, un día antes de que el entonces president de la Generalitat proclamara efímeramente la independencia. El último exabrupto de Rufián —que es también, al menos nominalmente, concejal de Santa Coloma— se ha producido hace pocos días, cuando acusó a los de Junts de querer las competencias en inmigración para Catalunya con intenciones "xenófobas". A Rufián le encanta también asegurar que Puigdemont hará presidente a Feijóo, porque unos y otros son "la derecha" (para él, "derecha" es un insulto).

Gabriel Rufián es el resultado de una época —de los años de acrecentamiento del procés, de una ERC también envalentonada— que ha quedado atrás. Igualmente, me parece, la obsesión por la riña constante y agria con Junts no es ni lo que la gente quiere ni lo que conviene en este momento. Rufián, eso sí, es una celebridad, alguien muy conocido en Madrid y en el conjunto de España. Lo que hay que preguntarse es si hoy, en términos políticos, esto ayuda mucho, bastante, poco o nada a Esquerra Republicana. Naturalmente, esta es una reflexión que deberá hacer ERC y, particularmente, Oriol Junqueras, a quien, es cierto, Gabriel Rufián —aunque con cierta pereza— apoyó en la reconquista del poder en ERC.