Siempre depende desde dónde se analice la realidad para comprender las conclusiones a las que se puede llegar y, sobre todo, si no se es capaz de ver desde dónde la está analizando el otro, entonces difícilmente se comprenderá cómo ha llegado a unas u otras conclusiones. El problema surge cuando el lugar desde el que se analiza la realidad está tan alejado de esta que cualquier conclusión que se alcance terminará siendo, siempre, equivocada.
Esto, justamente, es lo que pasa cuando se mira cómo está abordando el Tribunal Supremo el caso tanto de los condenados como de los exiliados. Comprender desde dónde la analizan permitirá saber si están en lo cierto o no, es decir, si las respuestas que van dando son o no acertadas respecto de una realidad que cada vez es más nítida.
Nosotros, desde un comienzo, apostamos por una perspectiva europea para la resolución del conflicto y siempre hemos buscado una solución también europea. Pensábamos, y el tiempo nos ha dado la razón —no sin críticas, incomprensiones y costos difícilmente asumibles en otras circunstancias— porque pretender encontrar una solución intraestatal es tanto como no buscarla.
Desde una perspectiva europea es evidente que, a partir de la sentencia de las prejudiciales de Llarena así como de una parte importante de la sentencia de 6 de julio de 2022 del Tribunal General (TGUE), la batalla jurídica en Europa se ha terminado de decantar hacia aquello que propugnábamos como solución desde finales de 2017; cualquier otra explicación no es más que un nuevo relato cuya vida será como la de los anteriores: hasta que la realidad lo aplaste y surja el siguiente.
Desde una perspectiva nacional, y muy patriótica, es evidente que el Tribunal Supremo sigue dictando los destinos de un procedimiento penal que está muerto, solo falta sepultarlo, y en el cual la realidad, las decisiones europeas, parecen no tener efectividad… ni tan siquiera son consideradas como un marco de análisis o referencia sobre el cual construir una respuesta, sea esta del tipo que sea.
No haber aprovechado la ocasión para moverse en la dirección europea no es solo una ocasión perdida, sino una clara declaración de intenciones según la cual no admiten ni admitirán nada de lo que se vaya resolviendo en Europa
El alejamiento de la realidad es total y, por eso, no se ha admitido un hecho innegable: el Tribunal Supremo no es el juez preestablecido por ley y, por tanto, no es el tribunal llamado a resolver nada de lo sucedido en septiembre y octubre de 2017; así lo ha dejado muy claro el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y, sin duda, así lo va a dictaminar, igualmente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Tiempo al tiempo.
A partir de la negación de lo básico, cualquier construcción es posible, por disparatada que sea, pero, además, si se entra en el debate de esos razonamientos, es claro que nunca nos acercaremos a la realidad ni se avanzará hacia una solución democrática del conflicto, que, evidentemente, no puede construirse a partir de una vulneración de los derechos más básicos reconocidos a cualquier ciudadano que se enfrenta a un proceso penal.
La legitimidad democrática de cualquier tribunal viene dada, entre otras cosas y en primer lugar, a partir de ser el órgano preestablecido por ley, y sin cumplir con esa premisa ni se está ante un proceso justo ni, mucho menos, ante uno que cuente con unos visos de legitimidad compatibles con lo que ha de ser un estado democrático y de derecho.
Pensar, como piensan algunos, que el mantenimiento de la posición, a toda costa, será algo que no termine pasando factura es tanto como creer que la tierra es plana o que el mundo termina al comienzo de los Pirineos; la realidad es otra y, ahora, ya solo es cuestión de tiempo que las cosas vayan quedando más y más claras y nos vayamos cargando de más razones a través del reconocimiento sistemático de los derechos vulnerados, pero, también, a partir de la negación sistemática de la realidad.
Europa siempre ha sido una suerte de motor diésel —le cuesta arrancar— pero sus engranajes jurídicos están bastante bien aceitados y allá, más allá de los Pirineos, existe un constante “diálogo entre tribunales” dentro de un marco europeo donde conviven dos sistemas de protección de los derechos fundamentales: el dependiente del Consejo de Europa (que es el TEDH) y el que surge de la Unión Europea (que es el TJUE).
Este diálogo comenzó mucho antes del caso catalán, pero en éste es donde más evidente se está comenzando a ver en qué consiste y cuáles son las consecuencias de ese intercambio de pareceres, posturas e interpretaciones que, en el fondo, apuntan al establecimiento de unos parámetros democráticos dentro de los cuales han de moverse los estados y en los que los derechos de los ciudadanos queden perfectamente garantizados, especialmente si esas personas pertenecen a una minoría nacional o a un grupo objetivamente identificable, que tanto da uno como otro concepto.
Es a través de esta dinámica comunicativa, a la que España parece ajena, donde queda más claro, si cabe, que la respuesta judicial europea no solo no se asemeja a la española, sino que terminará por dejarla en evidencia como ya ha sucedido el pasado 31 de enero cuando el TJUE no solo dijo que el Supremo no era el órgano predeterminado por ley, sino que, además, estableció otra serie de cosas que dejan sentadas las bases para hacer inviable cualquier reclamación de detención y entrega que se curse en contra de cualquiera de los exiliados y, también, cualquier viabilidad de las condenas ya impuestas que no superarán ni el paso del tiempo ni el peso de los recursos.
Por todo esto cuesta comprender cuál es el sentido de todo lo que está haciendo el Supremo en estos momentos, cuál es el sentido de unas resoluciones de revisión que, como primer punto, debieron revisar su propia legitimidad democrática —es decir, su propia condición de tribunal preestablecido por ley—; este y no otro era el punto esencial de la revisión que debió abordar el Supremo, teniendo en consideración que el auto por el cual se revisa la situación de los condenados se dicta con posterioridad a la sentencia del TJUE.
La desjudicialización de la política nunca podrá ser el resultado de una reunión de pastores ni ser establecida en una sentencia, sino que surgirá de un esfuerzo intelectual y políticamente honesto
No haber aprovechado la ocasión para moverse en la dirección europea no es solo una ocasión perdida, sino una clara declaración de intenciones según la cual no admiten ni admitirán nada de lo que se vaya resolviendo en Europa y ello por algo muy sencillo como es el considerar los hechos de septiembre y octubre de 2017 como unos actos de secesión en lugar del ejercicio democrático de una serie de derechos fundamentales, entre los que destaca el derecho a decidir.
Seguirán actuando de espaldas a una realidad enriquecedora, como es la europea, y ello será así porque se ha asumido el papel de defensa de la integridad territorial y de la nación, funciones que ni tan siquiera tienen encomendadas y es, justamente, esa supuesta defensa de la nación la que arrastrará al Estado a un callejón sin salida, en el que será peor el remedio que la enfermedad.
Asumir la realidad, o acercarse a ella desde una postura sana y honesta es un ejercicio aconsejable para todos y, sobre todo, absolutamente necesario si lo que realmente se pretende es sacar del ámbito de lo judicial un conflicto cuya solución solo se encontrará en el terreno de la política, pero de una política abordada con perspectiva, la que hacen los estadistas, y en la cual nada está vetado a la discusión y revisión y en la que todos puedan, a partir de un reconocimiento mutuo de legitimidades, buscar una solución que, como he dicho en múltiples ocasiones, no llegará nunca de la mano de jueces, fiscales y abogados.
La desjudicialización de la política nunca podrá ser el resultado de una reunión de pastores ni ser establecida en una sentencia, sino que surgirá de un esfuerzo intelectual y políticamente honesto en el que, despejadas las dudas que pudiesen existir sobre cómo han de interpretarse las normas en democracia, los estadistas, que no los políticos, asuman el papel y la responsabilidad que les corresponde y hagan lo que los juristas no podemos hacer: resolver un conflicto político.
En el fondo, asumir la realidad se ha convertido en una impostergable obligación, si lo que se pretende es avanzar en lugar de enrocarnos en una situación que asfixia a los unos y deteriora irremediablemente a los otros.