Cada vez somos capaces de mirar más atrás en nuestro origen, y lo hacemos en dos sentidos: rastreando en la tierra los huesos de los primeros homínidos, que ya podemos remontar al millón cuatrocientos mil años, y oteando en el espacio exterior el lugar en que las galaxias se formaron a partir de una misteriosa primera explosión, que generó el tiempo además del espacio hace la friolera de trece mil ochocientos millones de años. Nada puede ser más místico: los siete días bíblicos de la creación del mundo simbolizan que somos el centro, en la medida en que miramos y damos sentido a nuestro mundo, pero que la historia de la humanidad es un soplo en la de ese universo creado. Somos el centro de un cósmico conjunto, dando sentido a las fórmulas de san Francisco (“hermano sol, hermana luna, hermano lobo, hermano río”) que nos recuerdan que cada uno de nosotros y todo lo que nos rodea nos hemos ido diferenciando a partir de un mismo y único elemento estelar, y que esa distinción del humano respecto del resto, misterio sobre misterio, lo dotó de cerebro colosal, lenguaje doblemente articulado y sentido trascendente de la existencia, las armas con las que conquistar su entorno, el planeta azul.
Esa realidad, al tiempo física y metafísica, no forma parte de nuestro conocimiento vulgar, a pesar del importantísimo papel que en ese sentido cubre la literatura y el cine de ciencia ficción, una ficción, por cierto, que de forma exponencial va dejando de serlo. Si fuésemos capaces de comprender esa dimensión común esencial, tal vez la mayor parte de la competencia que ha generado el progreso de la humanidad no se hubiese dado, no habríamos mutado como lo hemos hecho a partir de un dedo prensor y un desarrollo cerebral inaudito que Kubrik describe en 2001: una odisea en el espacio, enlazando la primera herramienta humana y una nave espacial. Esa competencia humana, y la colaboración han posibilitado construir un telescopio, el Webb, que ha abierto ventanas para nuestros ojos a ese origen del misterio. Habríamos sido, sin esa insondable partícula divina diferencial, para bien y para mal, como una piedra, como una planta, como un animal más. Pero no lo somos, hacemos ciencia y filosofamos.
En este tiempo nuestro en el que las titulaciones universitarias se piensan para el mercado laboral y donde las lenguas y el pensamiento clásico son erradicados de los planes de estudio, ¿cómo va a quedar espacio, ocasión y capacidad para preguntarse algo más allá de la mecánica de los procesos?
La ciencia se pregunta por el cómo de los procesos. Ahora mismo está especialmente empeñada en saber cómo se genera la energía y cómo se enferman nuestras células, pero el porqué de eso y de tanto otro es una pregunta reservada a la filosofía. En este tiempo nuestro en el que las titulaciones universitarias se piensan (sin éxito en muchos casos) para el mercado laboral y donde las lenguas y el pensamiento clásico son erradicados de los planes de estudio preuniversitarios, ¿cómo va a quedar espacio, ocasión y capacidad para preguntarse algo más allá de la mecánica de los procesos? Ese tipo de sujeto que cada vez más somos la mayoría, acrítico en el sentido profundo del término, es carne de cañón para los populismos, pero también para la andanada de conceptos vacíos rellenos de corrección política con los que las pieles sensibles evitan cualquier reflexión más allá del hedonismo.
Otras civilizaciones, antes que la nuestra, vieron también como su máximo esplendor tecnológico era la antesala del declive, despeñándose la humanidad por la pendiente del relativismo moral, la venta de la libertad a cambio de una seguridad nunca total, o la acumulación de poder en unas pocas manos. Unas civilizaciones acomodadas en el hecho de haber alcanzado cotas inauditas de bienestar y ciegas para ver que esas cotas no estaban al alcance de todos. La ironía, nunca la casualidad, ha puesto a la vez ante nuestros ojos los restos del origen de la humanidad en Atapuerca y los vestigios del origen del universo a través del James Webb. Somos una y la misma cosa, polvo de estrellas, hijos del mismo Dios, que, sometidos al engaño de la caverna platónica, hemos olvidado nuestra común condición. Que Atapuerca y el Webb no sirvan para obviar esa verdad, sino para hacerla más evidente a nuestros ojos y recuperar el sentido de nuestra existencia.