Los partidos independentistas han reaccionado a los resultados del 12-M con la vana pretensión de ignorar la matemática estricta, según la cual han perdido la mayoría en el Parlament. A pesar de alcanzar solo 61 diputados, el líder más creativo de nuestra causa, Carles Puigdemont, ha apelado al sueño de una “mayoría coherente” con Esquerra y la CUP (subsidiaria de una abstención del PSC que Pedro Sánchez ya se ha apresurado a responder con una sonrisa oceánica). El Muy Honorable 130 prometió a los electores que volvería a Catalunya el día de la investidura. Si miramos al calendario del Parlament, que hibernará durante las elecciones europeas, y asumimos que Puigdemont difícilmente podrá repetir los 987.000 votos de 2019 con Toni Comín y Clara Ponsatí (no solo porque no ejercerá de cabeza de lista, sino por el auge persistente de la abstención), se entenderá que el president ya está en fuera de juego.

Oriol Junqueras ha querido reaccionar a este tiempo muerto que sufrirá la política catalana emulando un ataque (repentino) de democracia interna. Después forzar el adiós de Pere Aragonés —ojo al detalle; el presidente 132 dimitió en la sede de Esquerra, no en una sala del Palau de la Generalitat, como correspondería si se guardara un mínimo respeto por la institución— el capataz de Esquerra ha querido emular torpemente a Pedro Sánchez y sobrevivir apelando al vínculo sentimental con sus bases. Junqueras ha ejercido un híperliderato lo bastante omnipotente para que, en un periodo más bien corto de tiempo, nadie ose oponérsele abiertamente. A su vez, Junqueras no quiere dirimir ninguna estrategia con sus bases, sino compartir (o más bien pasarles el muerto) de un futuro voto afirmativo a la investidura presidencial de Salvador Illa.

Visto el panorama, Esquerra es el partido que más temor tiene a la repetición electoral. En este sentido, el dilema de Junqueras y Rovira resulta bastante estéril: hoy por hoy, y más todavía si quieren seguir ejerciendo de socio de Pedro Sánchez en Madrid, a los republicanos solo les queda no poner impedimentos a una presidencia del PSC y, como mucho, preguntarse si los cargos del partido que dependen de los sueldos del Govern podrían sobrevivir una legislatura entera en la oposición. Si Esquerra inviste Illa, verá cómo el candidato del PSC ejerce de presidente durante la aprobación de la amnistía, con lo cual Junqueras y compañía tendrían que presenciar cómo Illa va recibiendo a los exiliados de Suiza con la tranquilidad que regala la plaza Sant Jaume. Eso también vale para Carles Puigdemont, que pasaría del retorno épico de masas que soñó, a un aterrizaje mucho más matizado, previo a su jubilación política final.

Aunque pasen por procesos de democracia interna, Junqueras y Puigdemont son dos líderes que, solo guardando una onza de honestidad, hay que ver como plenamente amortizados.

La gestualidad política de estos días sigue facilitándolo todo a los socialistas, pues Salvador Illa solo tiene que esperar que sus rivales se devoren (todavía más) entre ellos para acabar abrazándolos, pasada la pugna interna. Mientras las bases de Esquerra solo tienen que renunciar a la unilateralidad para hacer de muleta al PSOE (cosa que ya hace un cierto tiempo que ejercen), de cara a ser presidente, Illa solo les tendría que prometer que algún día hará un referéndum sobre alguna cosa en Catalunya y —de cara a los comuns— que cambiará el proyecto del Hard Rock por una cosa parecida que se llame Soft Blues, con una piscina un poco menos ostentosa. Guste o no al lector, el PSC puede refugiarse en el discurso según el cual Catalunya ha pasado página de la crispación y que los ciudadanos han avalado los indultos y la amnistía de la mejor forma; votando a Illa y alejando a los indepes de una mayoría parlamentaria.

En este sentido, y por irónico que parezca, el PSC y la partidocracia independentista comparten un prejuicio político (erróneo) en común; menospreciar la abstención activa de los más de 800.000 catalanes que han abandonado Junts, Esquerra y la CUP desde las elecciones del 2017. Utilizo la palabra “activa” porque este grupo de conciudadanos —mayoritariamente independentistas— seguiremos haciendo política al margen de las instituciones y de la sombra autonomista de la Generalitat, que hoy por hoy es la única forma de hacer alguna cosa útil por el país. Aunque pasen por procesos de democracia interna (si bien en Junts estas cosas no se lleven mucho), Junqueras y Puigdemont son dos líderes que, solo guardando una onza de honestidad, hay que ver como plenamente amortizados. Vista su omnipotencia dentro de los respectivos partidos, los futuros liderazgos del país no son gente que milite en ninguno de los dos espacios.

Hay hombres y mujeres que representan nuestro futuro. La mayoría de ellos, por fortuna, todavía no son conscientes. Pero la historia, y el conflicto nacional con España, les llevará —casi por inercia— a la nueva primera fila de la lucha política.