Cada día cuesta más encontrar momentos de autenticidad entre tanto rumor que llena el mundo. La globalización todo lo iguala —no siempre al alza, ni para bien—, las redes sociales todo lo distraen y el auge de la extrema derecha por todas partes nos enfrenta a los peores fantasmas de nuestro pasado. Vivimos un empacho de información o más bien de desinformación. Nos falta tiempo. Nos sobran pantallas. La superficialidad se ha instalado en nuestra sociedad como una plaga: importa más la apariencia que la profundidad. La prisa se ha convertido en buena consejera y los proyectos elaborados a fuego lento que no siguen la moda suelen ser menospreciados. Cada gremio tiene sus capillitas y en tierra de ciegos el tuerto es rey, un refrán que se pone de manifiesto no solo de forma figurativa.

A pesar de eso, quedan todavía reductos genuinos. Uno de ellos es el silencio. Tan necesario y preciado. Tan difícil de encontrar. Y tan infrecuente que, una vez encontrado, no sabemos qué hacer y raramente conseguimos sostenerlo un breve lapso. Otro bastión es la naturaleza, aquella que nos acoge y que nos habita. La que nos proporciona belleza y quietud, dos puntales más que el ritmo frenético del día a día acostumbra a desatender. Hay también, y por suerte, otro oasis: las personas, las palabras. Aquellas que son fuente en sequía, las que son nenúfares: flores blancas flotando en aguas turbias. Las que hacen que manen vida y luz. Algunas contemporáneas. Otras pertenecientes a una época que parece que se funde, pero que todavía reclama poder iluminar la estancia de vez en cuando.

En un mundo que se va desexistiendo y donde la verdad se ha abaratado tanto, el abrazo que se han dado al verse juntas ha sido la muestra de la autenticidad que este mundo necesita

Este fin de semana mi madre ha cumplido 80 años y hemos podido reunirla con las dos hermanas que le quedan: Mercedes, de 94, y Pili, de 86. Las tres, por sorpresa, juntas por unas horas. La madre, la padrinita y la tía. Cada nuevo encuentro es susceptible de ser el último. Por salud, por distancia. Porque Mercedes, la mayor, la que nos ha cuidado a todos, empieza a quedarse sin cera en la velita. Porque Pili, la del medio, que emigró joven a Francia durante el franquismo, vive en el otro lado de los Pirineos y los viajes cada vez cuestan más. Durante 24 horas han estado dentro de su burbuja, repasando amigos y familiares que se han ido y hablando a ratos en presente, como si todavía estuvieran aquí. En las pocas sobremesas que han podido compartir, el rumor del mundo del que hablábamos al principio ha desaparecido. Ni móviles, ni trivialidad, ni prisa. Han mirado fotos antiguas en papel, han conversado, han ido poco a poco.

A pesar de que el pozo de su memoria les va a velocidades diferentes, sabes que todo lo que las rodea es de verdad, sin artificios, ni filtros. Los que las hemos acompañado y hecho posible el reencuentro, hemos podido contemplar el ejemplo de tres mujeres de una generación que lo tuvo que dar todo y con la que siempre estaremos en deuda. Si vida hay solo una, la suya no ha sido precisamente la más justa. Han tamizado emociones, el único tesoro intangible e indeleble. Se han regalado tiempo, sabedoras de la incertidumbre del reloj. Cuando en la lista de los ausentes tienes más nombres que en la hoja de los que te acompañan, la conciencia de que puedes ser la siguiente te debe dar una profundidad diferente. En un mundo que se va desexistiendo y donde la verdad se ha abaratado tanto, el abrazo que se han dado al verse juntas ha sido la muestra de la autenticidad que este mundo necesita.