Fue una delicia conocer y hacer amistad con Colm Tóibín en la Barcelona de los últimos setenta. Para mí, tiene la fascinación de aquellas extrañas relaciones que tienes con algún famoso que no lo era cuando lo conocías, siendo como es hoy uno de los grandes escritores irlandeses, cuando no el más grande. Para mí, siempre será el joven inquieto que se empapaba de cultura y tabaco y disfrutaba como nadie al escuchar canciones cantadas en catalán, idioma que domina a la perfección. Era un cliente fijo del bar Tales, en la calle Ciutat —no sé exactamente por qué—, y del restaurante Portalón de Banys Nous, donde, por muy sencillo que fuera el menú, a un irlandés condenado al soporífero irish stew le debió parecer el Reno. Incluso tuve la experiencia de sufrir con él un ataque con cócteles Molotov en su piso de la esquina de Avinyó con Escudellers. Menos mal que tenía preparado un cubo de agua y las explicaciones que me estaba dando sobre Mahler sólo quedaron interrumpidas unos pocos segundos mientras morían las llamas que habían irrumpido por debajo la puerta. No se le oyó ninguna exclamación, ni aparentemente le afectó ninguna taquicardia. Seguía concentrado en Mahler.
Pero el aviso del que quiero hablar en este escrito no tiene nada que ver con molotovs anarquistas, sino con las hermanas de Colm, que nunca conocí. Él hablaba de ellas a menudo. Eran —quizás lo son todavía— maestras de gaélico en una escuela de Enniscorthy, pueblo natal de Colm en el condado de Wexford. Colm lo tenía claro. Me avisaba de que se tenían que hacer todos los esfuerzos para asegurar que Catalunya no perdiera el idioma como había pasado con el gaélico en Irlanda. Y eso que el catalán estaba bien presente en la Barcelona de entonces. Me decía que sus hermanas se quejaban de que "si al niño terrible de la clase le caía un petardo en las manos, seguro que lo haría explotar en la clase de gaélico". Con esto, Colm, que sin ser nacionalista mostraba una gran simpatía hacia Catalunya y el catalán —sólo hay que leer el capítulo de Homage to Barcelona que habla del rey emérito—, avisaba de lo que nos podía pasar. Y que ahora, trágicamente tarde, encontramos que ha pasado.
Colm Tóibín avisaba de que se tenían que hacer todos los esfuerzos para asegurar que Catalunya no perdiera el idioma como había pasado con el gaélico en Irlanda
En mi provocador artículo "¿Sobrevivirá el euskera al catalán?", yo ya apuntaba a algunas de las razones que llevan el catalán a este estado lamentable. Lo comparaba con la situación en el País Vasco, no porque el estado de la lengua esté más asegurado, sino porque considero que allí tienen en marcha algunas estrategias que aquí han brillado por su ausencia. Me refiero a estrategias que a los vascos les han servido para mantener a raya la extrema derecha (Ciudadanos no existe y Vox es la mínima expresión), a pesar de los estragos sociales causados por la todavía reciente presencia de ETA. De acuerdo, la presencia del euskera todavía es escasa. Pero mientras nosotros bajamos, ellos suben, porque han visto la necesidad de activar mecanismos que aseguran una opinión pública favorable, bastante debate en torno al idioma y una dinámica de ejercer presión sobre los padres para apuntar voluntariamente a sus hijos al modelo D de enseñanza, el único que asegura un aprendizaje del euskera más allá de los problemas de diglosia y sustitución lingüística que comparten con nosotros.
Hace años que no hablo con Colm y sólo sigo a distancia su prodigiosa carrera de novelista. Y tampoco es que las nuestras fueran conversaciones muy "técnicas" con respecto a los idiomas. Ninguno de los dos éramos ni somos expertos como mi hermano. Pero si él me preguntara hoy qué demonios ha pasado con la lengua catalana en su querida Barcelona, yo le hablaría de las actitudes y de los errores de interpretación que cometimos en la Transición. Entonces todo el mundo se pensó que con la escuela catalana, TV3 y Club Super3 lo tendríamos resuelto. Porque llevamos demasiados años sin hablar de los peligros, sin apenas debate y sin la existencia de un gran motor visible —como el que tienen en Euskadi— para llamar la población a optar por la inmersión lingüística en vasco en la educación. Cuando observo y escucho la masa de padres e hijos que se acumulan delante de la escuela de delante de casa (y vivo en el Empordà), no solamente me resulta aterradora la falta de catalán que se percibe, sino la falta de una dinámica vigorosa de incidencia que sensibilice a los padres para que aprendan la lengua que aprenden sus hijos. Es rocambolesco, pero la verdad es que la escuela se ha convertido en una especie de templo donde a los alumnos se les educa en un idioma que raramente usarán fuera, ni entre ellos. No pasa nada, ni en un sentido u otro. No quiero decir que no haya voluntariado, parejas lingüísticas, correllenguas y algún curso de catalán. Pero todo parece que se desarrolle en un ámbito marginal, a menudo funcionarial, sin aparato publicitario ni prestigioso. Es un fenómeno, si se me permite, casi del todo falto de un espíritu visible de concelebración social en favor del proceso de integración en el idioma. Incluso conozco noreuropeos residentes en la Vall d'Aro que tienen la impresión de que no tenemos interés en que aprendan catalán. Es de locos. Menos mal que el año que viene se hará un Gran Congrés del Català para romper la tendencia. ¿O no? Seguirán obviando esta problemática los consellers de Cultura y Educació, centrados como están en el complejo de la multiculturalidad y en la absurda batallita del 25%. Esperemos que, algún día, alguien vea la necesidad de provocar la revolución —de actitudes, comportamientos, prioridades y necesario desacomplejamiento— que les hace falta para no perder la rueda de quebequeses y flamencos, cada día más avanzados que nosotros. Algún día habrá que ponernos al nivel de los idiomas minorizados que todavía tienen alguna posibilidad de sobrevivir. Y cuando lo hagamos, será en atención a los antiguos consejos del gran Colm Tóibín. A ver si estamos a tiempo de recoger los avisos.