Hace cuatro años, en una de las decisiones más arriesgadas de mi vida, decidí celebrar Sant Jordi paseando por una de las ciudades catalanas con peor fama de fealdad: El Vendrell. Cuando le expliqué al subdirector de ElNacional.cat que haría la contra crónica de la festividad en la capital del Baix Penedès, de hecho, recuerdo que me dio un golpecito en el hombro y me dijo ánimos. Más que ir al Vendrell, parecía que me fuera a la guerra. El artículo se publicó con un título por el cual mi abuela paterna me hubiera metido una torta, "El día más bonito del año en el pueblo más feo del país", pero el titular era irónico, seguramente porque la ironía era mi gran arma vital en aquel momento: hacía un mes que mi padre había muerto y, por suerte o por desgracia, el sarcasmo fue la coraza con la cual me protegí del mundo durante aquella etapa de la vida en la cual comprendí que el amor, desgraciadamente, también es comprar una rosa el 23 de abril para ir a dejarla frente al mármol frío de una lápida en el cementerio.

Si había decidido celebrar Sant Jordi haciendo aquel reportaje era precisamente por eso: para regalarle de manera póstuma a mi padre, vendrellense de cuajo, el capítulo del libro que ya nunca podría leer. Aunque el 99% de los lectores cliquearan en la pieza creyendo que se encontrarían la crónica de un sinvergüenza despotricando de un pueblo feo, lo que se acabaron encontrando era justamente el contrario, casi una carta de amor, ya que los titulares clickbait sirven por eso: para enredar y prometer una cosa que finalmente no es. Como el Vendrell, vaya, que lejos de ser el pueblo más feo de Catalunya, resulta que es precisamente el que contiene más belleza concentrada en pocos kilómetros cuadrados. O como Sant Jordi, claro, que no solo es el día más bonito del año, sino que de tan bonito que es, se pasa de rosca y convierte su encanto en una trampa que nos hace confundirlo todo: compramos con orgullo rosas que se han cultivado en Colombia, a pesar de tener la senyera en el envoltorio, y mezclamos el concepto libro con el sentido real que esconde la palabra literatura, a pesar de saber que Toni Cruanyes no será nunca Pere Calders.

La belleza es cegadora y da sombra a todo lo que crece a su alrededor, sea bueno o malo, por eso este año decidí volver al Vendrell, pero no el día de Sant Jordi, sino el oscuro, desdichado y nunca lo bastante valorado 22 de abril. Creo que no he leído nunca ninguna novela ni ningún triste tuit que hable de nada sucedido aquel día, ya que yo no sé si alguna vez existió un dragón que quisiera zamparse una princesa, pero sé que el caballero Sant Jordi, antes de matar la fiera, asesinó involuntariamente el 22 de abril. Hay, sin embargo, alguna cosa poética en la desgracia de ser irrelevante y nada memorable, ya que pase lo que pase en aquel día, parece que nunca nadie le hará caso. El 22, no nos engañamos, es un día que existe para aportar una única misión: hacer que todo el mundo tenga la mirada puesta en el día siguiente. Solo quien ve la vida con las gafas de la poesía puestas sabe amar la belleza soterrada en la víspera de las cosas, por eso solo en un sitio como el Vendrell es posible que el día antes de Sant Jordi, que es el día que no existe, se celebre una jarana digna de ser recordada: la Balconada.

Confieso que no había asistido nunca, pero también confieso que desde el martes pasado, nunca más ignoraré que el 22 de abril existe. Sobre todo, sin embargo, no olvidaré que posiblemente la mejor cosa que se pueda hacer en Catalunya aquel día, antes de las mariposas en el estómago para el día siguiente o de la noche dando vueltas a la almohada por los nervios, sea ir al Vendrell, plantarse al chaflán de la calle Progrés con la calle Santa Anna, sentarse en una silla y mirar arriba, un poco arriba, hasta encontrar el balcón de la habitación de Àngel Guimerà, casi a tocar pared por pared con el balcón de la habitación de Pau Casals. Desde hace cuatro años, cada 22 de abril de aquella balconada salen unos cuantos poetas o cantantes para decir versos, en una estampa shakespeariana digna de Romeo y Julieta y que este año tuvo a Maria Callís, Pau Alabajos, Laia Malo, Eduard Marco i Ponç Pons como protagonistas, con Gemma Ventura como maestra de ceremonias y un centenar de asistentes, abajo, con una copa de vino Jané Ventura de inspiración sagarriana en las manos,

Hasta aquel momento no sabía que escribiría este artículo, pero cuando el poeta menorquín Ponç Pons dijo que se había enamorado del pueblo y que quería pedir la doble nacionalidad menorquino-vendrellenca, pensé en la placa noucentista de la calle Baixada de Sant Miquel que dice "No ensuciéis las paredes" y por qué el nombre del Vendrell sigue tan ensuciado por un mito falso. Una ciudad que acoge tres museos, dos casas natales llenas de eco y un altar parroquial firmado por Jujol no es una ciudad fea, sino una ciudad con un idioma propio, como el de los sentimientos difíciles que cuestan de entender. Como los padres. Como el luto. Como el amor. Quizás por eso solo en el Vendrell es posible que el 22 de abril sea un día tanto o más bonito que el día siguiente, como una fiesta secreta para los que saben mirar, que no quiere decir ver. Y quizás por eso, el martes pasado, entendí que hay días que no salen en los calendarios, pero que llevan escrito el nombre de alguien que amas y que te ha hecho ser como eres. Y que aquel balcón, sin saberlo, era el balcón de Guimerà, pero también de mi abuela Enriqueta, de mi padre y de todas aquellas personas que no se ven, pero están ahí. Como las imágenes escondidas entre los versos de un poema.