Lo hablaba recientemente con un grandísimo político de la Transición a quien respeto y admiro a partes iguales. Me decía que lo que le daba más miedo era la banalización del hecho nacional. E iniciamos una inconclusa discusión sobre la banalización de la política, que terminaremos con una comida dentro de unas semanas.
Hacer banal, banalizar, es no tomarse algo con la importancia que se merece. Pongamos algunos sinónimos —como trivializar o minimizar— para verlo más claro. El político en cuestión, estés o no de acuerdo con lo que hizo, servía a la política con una actitud que solo los que hemos conocido a los políticos de los años 60, 70 y parte de los 80 podemos entender. A la política, ya sea desde una opción de militancia en un partido o en un sindicato, o en una asociación, se llegaba normalmente en esos tiempos después de unos años haciendo muchas cosas. Casi siempre como un complemento necesario de vocación de servicio que añadías a tu actividad profesional. Había mucho político vocacional y muy poco profesional. Lo cierto es que el peso del sector público y la complejidad a veces aturdidora de la realidad política actual ha creado una clase dirigente de políticos profesionales de proporciones descomunales. Las tornas se han invertido, y ahora la política se ha convertido en un mundo tan denso y desdibujado que hace inútil reivindicar un retorno a los orígenes.
Pero lo más curioso es que venimos de una década en la que la política y el hecho nacional han estado en primera línea informativa. Viví primero con ilusión, después con preocupación y finalmente con lasitud, como muchos de mis amigos y conocidos que nunca, nunca, nunca habían sentido ningún tipo de atracción ni por la política, ni por el hecho nacional, me daban extensas lecciones sobre qué había que hacer en economía, en derecho, en geoestrategia y en la lucha callejera para lograr la independencia. Sin entrar a discutir ni cómo ni por qué toda esta tertulia aventajada se disolvió, y compartiendo la parte de culpa que todos arrastraremos durante décadas, lo cierto es que, a fecha de hoy, el hecho nacional nos aparece como un juguete roto. Y quienes todavía quieren seguir haciéndolo funcionar parecen vivir en un universo paralelo. De ahí que pueda parecer, aunque no nos lo acabemos de creer, que hablar de independencia suene, como mínimo, banal. Banalizar es esto: hablar de independencia sin reconocer que la realidad no era trivial y que hará falta mucho tiempo para entender y volver a establecer las bases del independentismo no banal, y no terrorista. Que la lucha armada ya sabemos cómo termina.
Si solo ponemos cordones sanitarios a la extrema derecha, estaremos no solo banalizando la política, sino obviándola
De hecho, la independencia era una salida a una realidad política que habrá que repensar. Porque quizás no pasa nada si nos pasamos unos años banalizando la política y dejando que los gestores arreglen un poco el país. Este es el estilo de Macron o de Sánchez: ir haciendo cosas con quien haga falta, pero administrar con cierto rigor la cosa pública. Tentador.
Tentador pero arriesgadísimo. Porque hay quien, en vez de banalizar la política, la convierte en una lucha fanática. Recordemos que los problemas habituales que sufrimos todos los europeos no se arreglan solo gestionando. Dentro de veinte años, tendremos una nueva Europa con la población más envejecida y con más inmigrantes que nunca, más desindustrializada y más débil energéticamente que nunca, y más débil culturalmente y más fraccionada que nunca. La gestión del día a día es imprescindible, necesaria, pero no suficiente, si queremos sobrevivir como europeos. Ante esto, existe una facción de partidos perfectamente organizados que han optado por una forma totalmente populista de hacer política, pero que puede ser muy eficaz electoralmente, el mensaje claro y nada banal de la extrema derecha: "España para los españoles". Y donde pone "España" poned "Catalunya, Alemania, Francia..." La denominamos extrema derecha en un intento de protegernos, apelando a la memoria histórica de los años veinte. Pero los receptores del mensaje nada banal de la teórica extrema derecha no lo ven así. Y cada vez tienen más electores. Por eso, hace falta que la política afronte de cara, entre otros hechos, la realidad de la inmigración, de la desindustrialización, de la deseuropeización. Si solo ponemos cordones sanitarios a la extrema derecha que sí hace bandera de ello, estaremos no solo banalizando la política, sino obviándola. Sin debates políticos serios y documentados, sin proyectos políticos a largo plazo, la buena voluntad de los gestores y la buena fe de los iluminados no evitará la llegada al poder de la extrema derecha, como ya está pasando en Alemania, Austria, Italiano, Francia, España, Inglaterra y Estados Unidos. Esto no es nada banal. Y la extrema derecha, como la extrema izquierda, recordémoslo, solo tiene un problema, que hay que explicar a todo el mundo: banaliza la democracia.