Este jueves el Barça hizo público el anuncio de su nueva equipación para la temporada 2024-2025. Ampliamente elogiado, en el vídeo de casi dos minutos aparecen el pan con tomate, los castellers, la senyera y el propio Barça, que, como aglutinador nacional en torno al fútbol, siempre hace el trabajo. Cuando pierde, también. En un momento de repliegue nacional como el que nos ha tocado vivir, parece que los comunes simbólicos sobre los que sustentar el imaginario de la identidad son cada vez menores en cantidad. Y cada vez más simbólicos también, y, por lo tanto, menos comprometidos. No hay ninguna nación del mundo que haya pensado que para sobrevivir deba renunciar a la simbología propia, pero con la catalanidad a menudo sucede que reducimos la identidad a unos símbolos comunes lo bastante simpáticos como para que ser catalán no suponga nunca ni una renuncia, ni una incomodidad. Incluso la persona más catalanófoba del país puede mirarse con buenos ojos un pan con tomate, para que nos entendamos. El riesgo, pues, es el de pensar que incluso los que nos hemos replegado para volver a desplegarnos, no lo estemos haciendo sobre pilares que, más allá del gesto y del sentimentalismo, no aguanten nada.
Hace unos días, Andreu Barnils entrevistaba en VilaWeb a Miquel de Palol, el escritor que ha visto como El jardín de los siete crepúsculos (1989) de repente tomaba una nueva vida. Al final del todo de la conversación, el escritor explicaba que "Si tú quieres ser una nación, tienes que ser un país. Si tú quieres ser un país, lo tienes que demostrar con tus cimientos culturales e identitarios. Y de entrada, que no te dé miedo el concepto de identidad (...) La identidad debes tenerla, si es que pretendes tener todo aquello. Si no, pues dejémoslo estar, volvamos a ser cuatro provincias a las que nos dejen bailar sardanas, publicar un librito en catalán y ya está. La independencia, un Estado, una estructura estatal, debe asentarse sobre una identidad colectiva". Me hizo pensar en que una de las consecuencias de la represión política encarnizada, sobre todo cuando es reciente, es que para no renunciar a tu identidad de un modo que tampoco te empuje a los leones, inconscientemente la vacías de aquello que es directamente extrapolable al campo político. Que no se me malinterprete: los símbolos que nos parecen más superficiales de lo que somos también nos explican. Pero nos explican, precisamente, por todo lo que los sustenta por debajo, por aquello que ha hecho que acaben volviéndose representativos.
Si el momento es de repliegue —y me parece que, políticamente, es bastante innegable que lo es— debemos saber y entender sobre qué nos estamos replegando. El pan con tomate no hace de escudo ante la incesante dinámica españolizadora. Los castellers, tampoco. Son los comunes que, de piel, nos hacen sentir parte de esta comunidad política, pero para entendernos identitariamente, para llegar al corazón de lo que nos explica y que es lo bastante robusto como para sustentar todos los símbolos que nos interpelan, necesitamos algo más. Esta semana se ha vuelto viral un tuit de Paul Skallas en el que incitaba a las élites económicas a tomar Barcelona porque es "demasiado bonita para abandonarla a los nativos". Una de las respuestas al tuit era la de un señor enfadado porque no entendía que las manzanas de la cuadrícula de Cerdà no fueran exactamente cuadradas, es decir, que los chaflanes estuvieran recortados.
Con la catalanidad a menudo sucede que reducimos la identidad a unos símbolos comunes lo bastante simpáticos como para que ser catalán no suponga nunca ni una renuncia, ni una incomodidad
Tras la cuadrícula de Cerdà existe una manera de pensar y de hacer las cosas, un carácter, que es en cierto modo suyo, y en cierto modo nuestro. Que se explica por su unicidad y por nuestra —la de entonces— colectividad. En la cuadrícula con los chaflanes recortados, reconocemos una forma de pensar que nos evoca. Más allá de la caricatura, más allá del meme y más allá de la perspectiva derrotista que nos hace odiarnos, el vaciado identitario de los años y de la represión nos ha desvinculado de una catalanidad estructuradora del pensamiento y del talante, ordenadora del mundo, que todavía hoy se filtra en todo lo que nos representa. Este es un lugar sólido sobre el que volver y replegarnos, si es que ahora es inevitable que nos toque hacerlo. Tras la Hiparxiología de Pujols, tras la clarividencia de Rodoreda, tras el pionerismo de Monturiol, tras la prosa de Pla, tras la excentricidad de Dalí, tras las formas y los colores de Gaudí, tras el afán campesino de Irene Solà... Tras todo lo que nos ha explicado al mundo de una manera única y nuestra, ¿qué había de colectivo? ¿Cómo los sedimentos de su catalanidad les sustentaron el pensamiento antes de que los productos de su intelecto pasaran a formar parte del imaginario común? A todos ellos la catalanidad los forjó como mínimo una parte del carácter, y de esa forja hemos sacado unos frutos que han engrosado el sentido de la identidad. Si nuestra catalanidad también la hace una manera concreta de tener la cabeza amueblada, el catalán medio, hoy, está desvinculado de esta autoconciencia identitaria.
Más allá de los cuatro símbolos —que, repito, no pretendo desmerecer— con los que identificamos nuestra nación, hoy la identidad se ha ido desvinculando de su carácter. Ahora nos cernimos sobre algo más concreto y acotada, pero también más superficial. No existe repliegue nacional sólido ni sobre un fuet de Casa Tarradellas ni sobre Plats Bruts, aunque también nos expliquen. Para desplegarnos con toda la fuerza, debemos llegar al corazón del carácter de lo que somos, que es lo que la historia y la ocupación nos ha negado, porque es lo único que verdaderamente tiene una extrapolación política que cuestiona el sometimiento a los españoles. Hablamos otra lengua, pero también entendemos el mundo de una manera propia. O me parece que al menos los grandes catalanes así lo hicieron. Cada vez que esta diferencia de talante se ha trasladado al mundo de la política, la represión política la ha capado. Es en este rasgo identitario que de entrada puede parecer abstracto donde está el único repliegue lo bastante amplio y con la suficiente sustancia como para no convertirse en un espejismo de autodefensa sin riesgos. Es aquí, me parece, adonde identitaria y colectivamente debemos regresar.