Como cada final e inicio de año, los periódicos están repletos de datos estadísticos y resúmenes cuantificables. Son días festivos y mucha gente reduce su dieta informativa, por lo que algunos datos interesantes pueden pasar bastante desapercibidos. Es lo que ha sucedido, creo, con los datos del "Anuario estadístico de la ciudad de Barcelona", hecho público por la Oficina Municipal de Dades (OMD) del Ayuntamiento de la capital catalana durante los últimos días del año pasado. Según este anuario, a fecha de uno de enero de 2024 había en Barcelona un total de 1.702.814 habitantes, de los que 432.861 tenían una nacionalidad extranjera. Esto supone que más del 25% de los ciudadanos de la capital tiene un pasaporte distinto al español. Es una cifra altísima y sin precedentes. Pero hay un segundo dato muy relevante: un total de 918.006 personas que viven en Barcelona no han nacido en la ciudad, superando el 50% del total. Es cierto que muchos barceloneses han nacido en otras partes de Catalunya, pero son exactamente 116.782 personas. En el distrito de Ciutat Vella, la mayoría de los vecinos tienen ya una nacionalidad extranjera.
Estos datos no tienen precedentes ni son comparables con otras ciudades globales de nuestro entorno. Por ejemplo, en París, puesta a menudo como ejemplo de los problemas convivenciales y de integración (o no) de la inmigración, uno de cada siete residentes tiene una nacionalidad extranjera, es decir, un 14% de los parisinos. La diferencia con Barcelona es notable. Ninguna sociedad del mundo puede soportar esta situación, especialmente si tenemos en cuenta que no responde a un hecho puntual o excepcional, sino que es una tendencia que se incrementará en los próximos años si nadie hace nada. La situación se agravará aún más por la constante marcha de barceloneses de toda la vida hacia otras ciudades de la segunda y la tercera coronas, sobre todo por la imposibilidad de poder comprar o alquilar una vivienda. No dudo que esta situación pueda tener algún efecto positivo sobre la creación y ocupación de puestos de trabajo que los autóctonos no queremos desempeñar (en parte por unos salarios bajos y unas condiciones que solo aceptan los recién llegados, por lo que es un pez que se muerde la cola). O quizás tenga un efecto positivo sobre la demografía, teniendo en cuenta que los catalanes no tenemos suficientes hijos ni tan solo para garantizar nuestro propio relevo. Pero veo algunos peligros relevantes, que voy a contar ahora.
Deben venir menos inmigrantes y deben integrarse mínimamente si queremos que Barcelona siga siendo nuestra Barcelona
Un porcentaje tan alto de recién llegados hace difícil su correcta integración e inserción en la sociedad catalana, empezando por el conocimiento y el uso de la lengua catalana. Si encima el Govern de Catalunya es incapaz de proveer plazas suficientes para aprender catalán a los inmigrantes, la situación ya es grotesca. Más allá de la lengua, existe el sentido de comunidad, de pertenencia. ¿Cuántos de los migrantes conocen la historia de la ciudad, su forma de ser, su talante y sus costumbres? Muchos, seguro que sí; muchos otros, seguro que no. Esto debilita la cohesión, el conocimiento del otro, la identificación de barrio, el “nosotros” donde no importa la procedencia, pero donde sí debemos caminar juntos. Y, por el contrario, impulsa el egoísmo y el individualismo, el sálvese quien pueda. En definitiva, esto rompe el espíritu de la ciudad. También veo consecuencias negativas de tipo más práctico, pero igualmente determinantes. Por ejemplo, a falta de datos específicos para Barcelona, sabemos que un 20% de las viviendas compradas en España lo son por parte de ciudadanos extranjeros, de los cuales la mitad son residentes y la otra mitad no lo son. Es fácilmente deducible pensar que en la capital catalana las viviendas adquiridas por extranjeros superan, de largo, ese porcentaje. Que un extranjero no residente compre una vivienda debería estar prohibido en una ciudad como Barcelona, donde el parque disponible es muy escaso y el precio es muy alto. Si no tiene que residir, ¿por qué razón quiere un extranjero un piso en Barcelona? Solo hay tres opciones: para pasar unos días al año, para obtener el “visado de oro” si paga más de 500.000 euros o para alquilarlo a un tercero, normalmente a turistas. En un mercado tan tensionado y absolutamente fuera de control, donde tantas familias que quieren vivir en la ciudad deben irse, esto no debería estar permitido.
Habrá, naturalmente, quien diga que todo esto tiene un trasfondo racista y ultra. Pero es precisamente esa censura impuesta y ese miedo a hablar públicamente de según qué (paradójicamente todo el mundo habla de ello de puertas adentro y con los amigos) lo que espolea al extremismo ultra. El problema es grave, existe, es público y puede evaluarse. También se puede resolver, pero la cuestión de fondo es cómo se resuelve y quién lo resuelve. Se puede resolver con sensatez, con realismo, con prudencia y con eficacia, pero requiere coraje e inhibirse del alboroto interesado y partidista. O se puede optar por no resolverlo y engordar el saco de votos de los partidos ultras, hasta que un día ganen las elecciones. Ya lo estamos viendo en varios países de la UE. Por ello, el traspaso de competencias integrales a Catalunya es una medida necesaria y urgente. Condicionar el permiso de residencia y trabajo al conocimiento de la lengua catalana (como ocurre en los Estados compuestos) es tan obvio que sorprende que alguien todavía pueda sorprenderse. Los inmigrantes seguirán viniendo y esto es inevitable. Pero deben venir menos y deben integrarse mínimamente si queremos que Barcelona siga siendo nuestra Barcelona.