Los turistas no nos ven. A veces bajo andando por paseo de Gràcia hasta la Rambla y, cuando llego a mi destino, me doy cuenta de que quien ha estado esquivando a gente he sido yo, y no ellos. Ocupan el espacio de una forma parsimoniosa, en grupo, mientras viven una experiencia de la que no forman parte ni los barceloneses de toda la vida, ni los catalanes que hemos ido a vivir ahí, incentivados por un modelo —económico, territorial, cultural— hipercentralista. La versión que Barcelona vende de sí misma en el mundo es una deformación hecha para atraer. Cada vez que la vende, la ciudad se resta habitabilidad a sí misma. Hablamos a menudo de cómo la capital se nos va petrificando hasta convertirse en un decorado inerte, pero lo que hace atractiva a Barcelona es la posibilidad de vivir una especie de inmersión en su modelo de vida, de hacer reels del Spanish slow life, de pensar que has encontrado el desorden tranquilo y el clima perfecto que conseguirán que descanses. Más que belleza superficial, la capital vende la posibilidad de saciar una sed de bienestar concreta. Viviendo lo que creen que es nuestra autenticidad, sin embargo, el modelo turístico actual hace que cada vez Barcelona sea menos auténtica. Deformándose para ser consumida, la ciudad se deforma también para los barceloneses. En Barcelona se vive con angustia.

El debate sobre el turismo —y ello incluye, evidentemente, a los expats— es un debate con muchos factores y muchas derivadas que hace que sea fácil justificar el no involucrarse mucho en él. "Todos hacemos turismo", vale, pero no cada ciudad del mundo es la capital de mi país. Y no cada ciudad del mundo procura ganarse el prestigio que cree que le falta —producto de no ser la capital de un Estado— a base de engordar su marca turística sin límites. La abstracción con la que se trata la cuestión lleva a la superficialidad y la superficialidad desemboca en un modelo de debate dual y viciado: progreso económico sí o progreso económico no. El problema, sin embargo, es que no hay prosperidad económica posible a largo plazo si el modelo económico actual no garantiza que haya ciudad a largo plazo. El país mira los problemas que requieren cambios de modelo profundos de reojo. Incluso entre los votantes o posibles electores de los partidos que abrazan este modelo de ciudad con una mirada menos crítica, hay quien es consciente de que la Barcelona que se está promocionando no solo es insostenible, sino que condiciona la cotidianidad, la relación íntima que tienen con el lugar los que ahí habitan. Una vez más, lo que debería ser un debate público se acaba convirtiendo en un problema privado. La política se sacude los problemas del encima y los traslada a los ciudadanos.

No hay prosperidad económica posible a largo plazo si el modelo económico actual no garantiza que haya ciudad a largo plazo

De todo lo que ha hecho que Barcelona tenga el modelo turístico que tiene y de todo lo que haría que pudiéramos salir, la mayoría solo conocemos lo que nos afecta en el ámbito personal. Cada vez que el domingo por la noche un turista pasa borracho y gritando por debajo de mi balcón, maldigo la incapacidad que tiene este país y esta ciudad de abordarse a sí mismos. Hoy bajaré andando por paseo de Gràcia mientras hay no sé qué espectáculo de la F1 y tendré que creerme que es bueno para la ciudad que eso pase y, en consecuencia, que es bueno para los que vivimos allí. El modelo de ciudad actual, la idea de ciudad y del progreso al que tiene que aspirar, exige un acto de fe constante a los barceloneses, los fuerza a decirse que cada contrariedad, cada momento en que entienden cómo el modelo turístico les afecta en su vida diaria, vale la pena por un bien superior que todavía no son capaces de avistar.

Afrontar el modelo turístico y remover el trasfondo que lo convierte en un conflicto, a menudo ha sido visto, en el eje izquierda-derecha, como una prioridad de las posturas más extremas de la izquierda. Pero todo lo que afecta a los cimientos comunitarios y los amenaza, todo lo que deshace la estructura colectiva que aguanta el país y, sobre todo, todo lo que implica proteger la calidad de vida de los ciudadanos en todos los ámbitos, es sensato afrontarlo desde posturas conservadoras. De hecho, es imperativo que sea tratado en estos términos si no queremos que conservadurismo y liberalismo, en un país con una derecha desestructurada y desmantelada ideológicamente como el nuestro, sean sinónimos. No es necesario haber votado a la CUP —de hecho, cada vez hay menos gente que vota a la CUP— para darse cuenta de que a base de grandes acontecimientos deportivos y de Vivaris, da la sensación de que la capital se nos escapa de las manos, que está desconectada del resto del país y que muchos barceloneses viven allí militantemente resistiendo la pulsión de marcharse. En Barcelona no solo se lucha de forma más encarnizada la batalla nacional en términos culturales, sino que también se dirime poner las bases de un modelo de país que no nos convierta en los criados del turismo. Hoy, "Barcelona vive del turismo" es sinónimo de "Barcelona muere por el turismo", y parece que, tras las grandes proclamas, nadie tiene el ánimo de revertirlo.