Nací en Barcelona y viví en el barrio de Les Corts hasta que mis padres trasladaron los muebles y la vida a Vallvidrera, pueblo que forma parte del barrio de Sarrià-Sant Gervasi y que hace tiempo que pide tener un 080 independiente del 08017. Ser considerado un llebrenc, topónimo de la gente de Vallvidrera, me ha costado prácticamente una vida y ahora ya puedo decir que me he ganado los galones para serlo. Confieso, sin embargo, que tampoco me quitaba el sueño ser un llebrenc de pedigrí, porque me arraigué en este pueblo desde el instante en el que puse los pies en los bosques de Vallvidrera, en la plaza de Funicular, en Casa Trampa o en una escuela, la Nabí, que debe su nombre a los versos de Josep Carner.

Yo soy de Vallvidrera, pero me declaro devoto de Barcelona, un hooligan de la capital de Catalunya que sufre de todo aquello que define a un tipo de Can Fanga: seny, rauxa y ciclotimia en estado latente. En resumen: o Barcelona es la hostia o es una mierda. Esta visión que no entiende de equidistancia, hace que viva la ciudad con una actitud poco saludable y he sufrido los ocho años de gobierno Colau con un estado de crispación que hacía recomendable escapadas extraterritoriales para ver si el problema lo tenía yo —es posible— o una alcaldesa y su tropa que nunca se creyeron Barcelona como la capital de nada, sino como una ciudad más dentro del engranaje de una cultura global y molona, donde Catalunya y su lengua, la catalana, eran circunstanciales. El uso indiscriminado de las redes controladas por la alcaldesa demostraban, con sus mensajes guays, que tenían una visión más genuflexiva que inclusiva ante los migrantes. La preocupación de los Comuns por la cultura catalana es como el aguacate: marida con todo y con nada, pero hace modernillo.

Desde hace un tiempo paseo casi a diario por Sants y espeluzna comprobar que el uso del catalán es casi inexistente en uno de los principales barrios barceloneses. El retroceso del uso de la lengua en la calle empezó con la fuerte llegada de inmigrantes en los años sesenta —sesenta años más tarde, muchos todavía no saben ni decir bon dia— y ha recibido un golpe casi mortal con la nueva oleada llegada a principios de este siglo. Y no hablo de magrebíes, pakistaníes o africanos, sino de sudamericanos y centroamericanos que desembarcaron en Barcelona deslumbrados con la cancioncilla del retorno a la madre patria —España, evidentemente—, donde el español es la lengua única, y contemplan el catalán como miran el quechua, una extravagancia inútil de una región extravagante. Esta actitud iletrada hacia una España plurinacional le ha ido de coña tanto al PP como al PSC-PSOE, y no digamos a Vox, como también a los amantes del aguacate cultural y de toda esa farsa llamada "cultura de la diversidad", donde la cultura catalana siempre queda relegada a la invisibilidad.

El migrante ya hace lo bastante buscándose la vida lejos de su país, y la responsabilidad de integrarlo es más nuestra que de él, con el uso de la lengua en la calle, en su defensa innegociable y en la exigencia a nuestros gobernantes de que se pongan las pilas. La política lingüística del catalán que hicieron tanto el antiguo tripartito, como la antigua Convergència y las posteriores escurriduras procesistas, han sido un fracaso manifiesto. Barcelona es el ejemplo de ello, y con el president Salvador Illa controlando la Generalitat con alma de presidente de la Diputación, y con Jaume Collboni al frente del Ayuntamiento, nada hace pensar que, en cuestiones de defensa de la identidad, cambiará algo.

Sin el catalán como hecho diferencial, Barcelona acabará convertida en València, una sucursal de Madrid

Desde la vertiente lingüística, el catalán está en parada| cardiorrespiratoria en Barcelona. Y en relación con la marca Barcelona, tengo dudas sobre qué quiere hacer de la ciudad el alcalde Collboni, un hombre que me crea ciertas incertidumbres desde que lo vi en un premio literario en calidad de concejal y en el que se pasó todo el acto mirando el móvil. Hay tantos recelos sobre su capacidad como alcalde, y en minoría absoluta, recordemos, que es posible que nos sorprenda. Peor que su antecesora no lo hará y, parece que, con ciertos fuegos artificiales como la Copa América, está devolviendo la moral a la siempre ciclotímica ciudadanía barcelonesa. Sin el matrimonio entre el capital privado y el público, Barcelona es un juguete roto en un país, España, volcado en la radialidad.

A mí, estas mandangas de la Copa América o cualquier acontecimiento de ciudad nuevo rica y obnubilada con sus virtudes, me gustan, seguramente porque me crie en una Barcelona bastante cutre. Pero esa ciudad de los setenta y ochenta, la de Zeleste, la de Bikini o la del vetusto Estadi Municipal, tenía una identidad más definida que la actual. En esos tiempos precarios, los barceloneses teníamos más arraigada nuestra identidad, y estábamos más seguros que ser o no ser dependía de nuestro tesón por preservar nuestros orígenes, conocedores de nuestras debilidades y nuestras virtudes, entre ellas una lengua que hacía de Barcelona la capital de Catalunya. Sin el catalán como hecho diferencial, Barcelona acabará convertida en València, una sucursal de Madrid, una ciudad más dentro de esta madre patria con alma de madrastra.

Collboni fue uno de los responsables, como socio de gobierno de Ada Colau, de la Barcelona con sabor a aguacate, aquella que tenía intolerancia al capital privado por una visión anacrónica de la historia y que, culturalmente, hermanaba el catalanismo con el pujolismo, el gran demonio ancestral de las formaciones que integraron los Comuns. Una obsesión enfermiza que les hizo preferir pactar con un representante de la oligarquía españolista, como Manuel Valls, que dejar gobernar a Xavier Trias. La Barcelona de Trias podía ser un poco ramplona, pero no tenía el sabor insípido del aguacate.

En Barcelona hacen falta alcaldes con alma e inteligencia maragalliana, que sepan hacer jugadas magistrales. Los Messis políticos son tan escasos como los futbolísticos y Collboni no es Messi, pero falta saber si, al menos, tiene la inteligencia de un mediocentro apañadito.