Cuando el Antonio de la bacaladería bajó la persiana para siempre, al lado del estanco, guardé silencio porque no me gusta el bacalao. Mirándolo bien, tampoco echarás de menos comprar una papelina de garbanzos cocidos, pensé mientras abrían allí una tienda de ropa. Cuando más adelante el Pere de Ca n'Amigó nos dijo que cerraba el restaurante, justo debajo de casa, también callé ante el ruido de las obras para convertir el local en una hamburguesería cool de autor. Es ahora, con los años, que añoro aquellos escalopes a la milanesa y me doy cuenta de que ya es casi imposible encontrar menús diarios como los suyos, a 10,95 € con primero, segundo, postres, pan y bebida, y además servidos por alguien que te atiende en catalán. Cuando hace un año desmontaron el letrero del Kyoto para poner el del Burger King, en la esquina, tampoco dije nada. Ya comprarás en el MediaMarkt aquello que hasta entonces siempre habías ido a buscar allí, me dije. Pero cuando hace un mes me dirigí a la copistería de la Rosa para imprimir una foto antigua, saliendo de casa mi madre, vi que ahora era el quinto supermercado 24 h de la manzana y entonces, de repente, sí que sentí un inefable silencio muy dentro de mí.

Quizás fue así porque de golpe entendí que pronto no quedaría nadie que estampara más allá de la memoria el trocito de barrio donde viví durante casi veinte años, en Padre Claret con avenida Gaudí. El póster que quería imprimir para poner dentro de un marco es una fotografía de mi mejor amigo y yo bajo la torre Eiffel, el 17 de mayo del año 2006. Los dos salimos con la camiseta del Centenari del Barça, aquella mitad azul y mitad grana del año 1999, quizás porque los dos somos de aquella generación que nacimos en un siglo pero acabamos creciendo en otro de muy diferente y en que todo, sobre todo, va el doble de rápido. "Ya hace más años de los años que teníamos cuando fuimos a la final de la Champions en París", me comentó él por privado cuándo lo etiqueté en la foto, una imagen ya mítica y que religiosamente cada año publico por Sant Belletti. Tenía razón, ya que hace dieciocho años de aquel día inolvidable en que los dos teníamos diecisiete años y aquellas dos camisetas Nike, hoy, quizás cuestan 300€ en las tiendas vintage del Raval.

Tampoco el centro de Barcelona es el que era entonces, lógicamente. En la calle Tallers, sin ir más lejos, ahora ya no hay 'heaviatas' o 'punkis' comprando discos, sino guiris fascinados por volver a su casa con reliquias genuinas de una ciudad que creen auténtica y que, en realidad, cada día es más idéntica al resto de metrópolis de Europa. "Nuestra nostalgia ya es mayor de edad", le respondí yo por DM mientras unos colegas, por un grupo de WhatsApp, me enviaban un tuit de los vecinos del Parc Güell manifestándose contra el desfile privado de Louis Vuitton allí. Al verlo, recordé las veces que había pedaleado mi bicicleta con rodines entre dragones de Gaudí, cuando el parque era eso, un parque, y de repente mi nostalgia se acabó convirtiendo en una especie de reivindicación íntima: el sencillo deseo de no querer convertir Barcelona en un plató o un parque temático al servicio de gente que quizás ama la ciudad, pero no sus habitantes. Es decir, el deseo de preservar la identidad genuina, que en el fondo es la mejor manera de respetar la memoria. 

El martes, cuando finalmente decidí imprimir la foto con mi amigo en otra copistería y la colgué de una vez por todas en mi despacho, me di cuenta de que en este último mes he visto como en otros barrios pasaba lo mismo que en el trozo de ciudad en el cual he vivido media vida. En Sant Andreu, el Versalles ha tenido que cerrar por no poder pagar el alquiler y en el frente marítimo, dentro de tres meses, la Semana del Libro en Catalán tendrá que cambiar de ubicación por culpa de la Copa América. Mientras tanto, paseando ayer con mi madre por la avenida Gaudí, pensé que la perfumería de Maria Dolors ahora es una laundry self-rvice, que en la tocineria de Castillejos con Industria ahora hay un club cannábico y que el café Andrea, el único bar donde tenían los quintos a 1 €, ahora ha cambiado de dueños, se dice La Font de Gaudí y cobra 6 € por las dos humildes tónicas que bebimos.

Sin duda, Barcelona se ha convertido en una ciudad que parece mirar solo hacia los de fuera, olvidando a los de dentro, por eso, mientras en el paseo de Gracia se hacen exhibiciones de Fórmula 1 o el Ayuntamiento saca pecho de que el Tour de Francia 2026 salga de Montjuïc, los vecinos de la Barceloneta tienen que pedir acreditación para llegar a su casa por culpa de una competición de vela. La realidad, guste o no, es que ni ellos, ni mi madre, ni yo somos ya la prioridad de nadie, aunque Jaume Collboni nos diga cada día que todo esto que pasa es "a favor de la ciudadanía". ¿De cúal, sin embargo? La realidad, en definitiva, es que la ciudadanía no existimos, ya que los barceloneses hace demasiado tiempo que hemos dejado de ser vecinos de Barcelona para convertirnos, de mala gana y con la llama de la rosa de foc convertida en ceniza, en figurantes de este enorme film extranjero sin subtítulos en que se ha convertido la ciudad.