Tratando de buscar un título para encabezar este artículo, pensé en Italo Calvino y El barón rampante, la segunda novela de la trilogía Nuestros antepasados. Ni Calvino ni Cosimo Piovasco di Rondó, el protagonista, merecen un agravio como este, porque, aunque parezca que algunos de los barones socialistas se hayan subido a un árbol del que no han bajado nunca, la mayoría no son ni ilustrados ni luchan "por los valores de las libertades y la ayuda a los más desfavorecidos". Si Cosimo se subió al árbol cuando tenía doce años como protesta contra la autoridad familiar, nuestros barones se subieron por las vistas y un sentido de la vida más grouxista que marxista: "estos son mis valores, si no le gustan, tengo otros".

Si pensamos en un barón socialista, lo primero que nos viene a la cabeza es Felipe González y nos equivocamos. El expresidente, el exlíder supremo del PSOE, el señor de los bonsáis y del 1X2, no es, ni se ha considerado nunca, un barón, porque, silbando, silbando, va por el mundo como el rey de bastos.

En un ejercicio de falsa modestia, tan falsa como poco modesta, Felipe González dijo que "para él, los expresidentes son como los grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban a todo el mundo". Aunque se agradecen estos ejercicios de locuacidad metafórica, es mentira. Una vez abandonada la política, Felipe González reclamó ser considerado el Yoda español, el gran maestro de la Orden Jedi Cinco Jotas, famosa por su sabiduría, por los poderes de la fuerza y por el manejo de la espada de la luz. Para entrar en esta Orden, no hace falta ser socialista, sino tener un concepto nostálgico de la España imperial.

Desde que abandonó la política, González vive confortablemente en las proas de yates estivales, formando parte de consejos de administración de empresas del Ibex y, de vez en cuando, apareciendo en las televisiones privadas para decir lo que desea cualquier opositor a Pedro Sánchez, sea socialista, del PP o de la oposición de la oposición de la oposición. Todavía guardo en la memoria la fotografía de Felipe en su yate mientras, bajo un sol infernal, su pareja le untaba la espalda con cremita protectora. Lo mejor de la instantánea era el puro que sostenían los labios del ex de todo. Con los cuarenta grados ambientales, imaginar el ardor vocal de ese cigarro Prémium me provocaba ampollas cerebrales.

Los barones socialistas han asumido el rol de francotiradores, con Pedro Sánchez en el objetivo

Si Felipe es mucho más que un barón, Alfonso Guerra también. Como el puro de González, Guerra es el Prémium de los políticos que, una vez han abandonado la primera fila del poder, han seguido chupando de la teta pública. Del dúo Felipe y Alfonso, él era el graciosete, el inventor de frases humorísticas y la escoba que limpiaba toda la mierda que escondían bajo la alfombra. Lamentablemente, tuvo que dimitir del cargo de vicepresidente del Gobierno en 1991 por culpa de las corruptelas de su hermano Juan. Pero dimitir no significa desaparecer, y don Alfonzo, como se le conoce en Sevilla con honores de califa, dejó el escaño de diputado en 2015 con más pena que gloria, aunque la gloria se la reservó para presidir y hacer de podador en comisiones, como la que recortó el Estatut aprobado por el Parlament de Catalunya.

Los llamados barones socialistas son otra cosa, mucho más prosaicos que Felipe y don Alfonzo, y no necesitan demasiadas excusas para agruparse de nuevo y formar un equipo del tipo Barça Legends, con perdón del Barça y de los Legends. Estos barones, unidos ahora en la lucha contra el sanchismo y los partidarios de la amnistía, serían la escuadra favorita en una liga de equipos de solteros contra casados, pero, bromas aparte, son la viva y trágica imagen de un país mal cosido desde la idolatrada Transición. Desde los líderes territoriales como Guillermo Fernández Vara, Emiliano García-Page o Javier Lambán, pasando por glorias oxidadas como José Luis Corcuera, Joaquín Leguina y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, todos han asumido el rol de francotiradores, con Pedro Sánchez en el objetivo. Día sí, día también, son reclamados por los medios opositores a un gobierno sanchista controlado por los destructores de la patria y el terrible Puijdemong, y obligados a parir grandes titulares en forma de torpedo lingüístico. Contra Sánchez, el hombre que se atrevió a retarles a un pulso y a ganarles en casa, todo vale, incluso parecer más fachas que los fachas.

A mí no me gustan los jarrones chinos y no tendría nunca el problema de saber dónde colocarlos porque, o bien no los compraría o bien los tiraría a la papelera. Pero si uno se cree un jarrón chino, lo mejor que puede hacer es de jarrón. Es lo que yo haría si fuera un socialista de la vieja guardia, pero aunque soy de la vieja guardia, no he sido nunca socialista y soy consciente de que pasaré por la historia como las hojas caducas.

Los barones chinos me hacen pensar que eso de poseer un título nobiliario debe ser muy excitante, aunque sea de una prosaica tan poco poética como la política. Italo Calvino no habría escrito ninguna novela con estos tipos de barones como protagonistas porque, como ya he dicho, no son ni ilustrados ni creen en la libertad de pensamiento. Las tribulaciones de los barones chinos dan, como mucho, para una historieta de Mortadelo y Filemón. ¡Y viva la poesía!