El 19 de octubre de 2017 se publicaba en Diario16 la entrevista que realicé el día anterior al Catedrático de Derecho Penal, y colaborador de este diario, Joan Queralt.
Le entrevisté por varias razones: primero porque acababan de meter en prisión a Los Jordis, y la situación personalmente me generó tantas dudas jurídicas que necesitaba hallar respuestas. Segundo porque durante la carrera, mi pasión fue el Derecho Penal y estudié, por puro placer y gusto el manual de Queralt, como suplemento a las lecciones magistrales que recibí de D. Carlos García Valdés -un verdadero lujo poderlo haber tenido en directo analizando los entresijos del Código Penal y de la Ley Penitenciaria-, y de su maestro, Gimbernat. Queralt siempre me gustó porque se le entendía muy bien, porque tenía argumentos muy útiles para un estudiante y porque resultaba muy cercano en sus explicaciones. Por eso para mí era importante que él pudiera explicar, y dejar por escrito en aquellos momentos, su análisis sobre todo lo que estábamos viviendo desde el verano de 2017. Y por último, quise entrevistarle porque las razones anteriores se debían contextualizar en el hecho de que el catedrático de penal era, además, catalán, y no era como todos los demás penalistas que he conocido, contrario a la independencia de Catalunya.
La entrevista completa puede leerse aquí y en ella puede verse claramente cómo, punto por punto, todo lo que nos explicó Queralt ha dado de lleno en todos los análisis que se han producido durante estos años.
En el análisis de hoy he querido rescatar una de las preguntas. Concretamente la planteada sobre el hecho de que la Audiencia Nacional no fuera la instancia que debiera investigar el delito de sedición. Queralt me respondió, literalmente, lo siguiente: “Se vulnera el derecho al juez predeterminado por la ley. La sedición no es uno de los delitos competencia de la Audiencia Nacional. La Juez considera que la finalidad es alterar el orden constitucional, y por eso entiende que es competencia suya. Y esto no es así. Son personas que se reúnen y manifiestan ante una serie de detenciones y registros. Y entender que esa manifestación, en realidad, lo que pretende es declarar la República Catalana, es ir muy lejos. Los delitos no los determina la finalidad si ésta no está recogida en la ley. A lo mejor hay quien todavía se rige por el código del 44, es la única explicación que encuentro.” Una explicación que, para los juristas, es incontestable. Y a día de hoy, cobra más fuerza y sentido si cabe.
En aquel momento hablábamos de los Jordis. Todavía no se había unificado la causa en el Tribunal Supremo; todavía no había aparecido el juez Llarena en escena. Era 18 de octubre y quedaban cosas por venir. En la política, en el activismo, pero, de manera crucial, en lo jurídico.
A los pocos días se desencadenaron los hechos que pusieron a parte del Govern en el exilio. Salieron aún sin haber recibido ningún tipo de notificación de denuncia. Salieron libres. Se anunció la denuncia contra ellos y algunos acudieron a España y otros, se personaron ante la justicia de otro país. Se pidió una euroorden. Y empezó una nueva aventura jurídica sin precedentes. Un manejo de la euroorden absolutamente delirante, incluso vergonzante. No voy a perderme ahora en los vericuetos de las tres retiradas de la euroorden. Solamente enfocaré a lo que pasó el viernes: a la segunda resolución judicial que contesta un tribunal de otro país europeo. Y digo dos porque la primera se produjo en Alemania, donde respecto a Puigdemont se rechazó su entrega por el delito de rebelión y el de sedición, ofreciendo la posibilidad de hacerlo para ser investigado por presunta malversación.
La respuesta fue memorable. Llarena retiró la petición junto a la pataleta que conllevaba no poder juzgarle por lo que él presuntamente pudiese estar “deseando”, sino por lo que la justicia alemana consideraba. A un juez imparcial no se le habría ocurrido molestarse, ni mucho menos retirar la petición: habría acatado el veredicto de la justicia alemana, colegas suyos en el marco europeo, y habría tirado millas para continuar con su trabajo, que no es otro que el de instruir una causa. Sin valorar nada más. Pero evidentemente no fue así. Querían tener a Puigdemont y juzgarle por todo, por golpe de Estado, por sedición, por rebelión, por desobediencia, por malversación. Y si no era posible hacerlo, la respuesta ante semejante supuesto super delincuente, es dejarle libre. ¿Tiene sentido pedir una orden de detención para luego retirarla? Mis preguntas a Joan Queralt eran cada vez más frecuentes.
¿Tiene sentido pedir una orden de detención para luego retirarla? Mis preguntas a Joan Queralt eran cada vez más frecuentes.
Nada tenía sentido. Las cosas no se traducían bien, no se enviaban al lugar adecuado, eran exageradas… El caso es que jurídicamente parecía algo tremendamente desastroso. Como lo pareció el juicio en el Supremo, donde vimos auténticas sorpresas de giros inconcebibles de las normas jurídicas. Hacer pivotar una causa penal sobre un delito que desapareció del Código Penal hace años, esto es: la convocatoria de un referéndum ilegal. Sea como fuere (jurídicamente hablando), el Govern se sentaba en el banquillo de los acusados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Durante los primeros días se oía -poco o nada- la denuncia de que ése no era el tribunal que debía juzgar a los independentistas catalanes. Pero dio igual porque todo tiró adelante.
En un momento dado, a parte de la mesa del Parlament les sacaron de allí para ser juzgados en Catalunya. Digo “a parte” por no decir “a todos menos a Carme Forcadell”, a quien, durante el juicio, parecía juzgársele más por su presidencia de la ANC que por su presidencia del Parlament. Al menos, esa fue la imagen que se quiso dar desde Madrid.
Hubo señales evidentes para tener la certeza de que en ese juicio había mucha política. Todos los procesados están implicados en una causa política común. Y por este motivo, la mayoría de ellos estaban aforados, por lo que para juzgarles, el órgano competente en primera instancia, sería el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya como claramente se especifica en el artículo 57.2 del Estatuto de Catalunya. Y en caso de no estar de acuerdo con la sentencia, tener la posibilidad de recurrir hasta llegar, finalmente, al Tribunal Supremo. En este caso, el derecho a recurrir estaría garantizado. Pero en esta ocasión no fue así. Y tras la sentencia del Supremo no ha habido posibilidad de recurrir en el Estado español.
En enero de este 2020, el abogado Gonzalo Boye, escribió el análisis titulado “Incompetentes”. En él explicaba que el Tribunal Supremo no era competente para cursar el suplicatorio contra Puigdemont y Comín, como tampoco lo era para continuar con la causa en contra de los exiliados. Porque, lo explica Boye muy bien, son causas judiciales separadas.
La incompetencia del Supremo para emitir la euroorden fue precisamente la razón argumental del juez belga para denegar la entrega del ex conseller Lluis Puig. Una cuestión absolutamente procesal. Nada de interpretación, nada de política. Es procedimiento puro y duro que, en otros países se aplica sin aspavientos. Aquí, pues mire usted, depende de quién lo “interprete”, porque resulta que ahora ya se interpreta hasta lo único que no tenía interpretación en Derecho, esto es, el Procesal.
Me pregunto si ahora el Gobierno recordará las palabras de su vicepresidenta cuando daba a entender que, si la justicia no facilitaba la entrega de los exiliados, tomarían otro tipo de medidas, desde el propio Gobierno, respecto al Gobierno belga. Una afirmación que podría sonar a amenaza, de un Gobierno a otro Gobierno (conflicto internacional), por motivos de índole política, que además evidenciarían algo descorazonador: que en España la separación de poderes ni siquiera se respeta por disimulo, sino que además se da por hecho que en Bélgica el gobierno es culpable de no influir en sus jueces, haciéndole responsable y objetivo de las supuestas amenazas. Para flipar.
Se empezó forzando el Derecho y lejos de corregirlo, se está pisoteando. Por los independentistas, por el emérito, por la pandemia… y casi nadie se da cuenta de que aquí, ya no hay Derecho ni derechos.