Los liberales clásicos, que en el reino de Iberia somos cuatro gatos mal contados, apostamos por la libre circulación de personas, bienes de consumo, moneda e información por todo el planeta, sin ningún tipo de restricción en todos y cada uno de estos ámbitos. En el debate de la inmigración, la norma general se traduce en una idea muy básica: los países no tendrían que tener ningún tipo de limitación fronteriza (más allá de la estrictamente necesaria para su buen funcionamiento administrativo interno) y, a su vez, tendrían que facilitar que cualquier ciudadano del globo adoptara su nacionalidad con la mayor disposición posible: de hecho y al límite, la nacionalidad tendría que ser una nota meramente cultural (lo cual, en lugares como el hábitat de nuestra tribu, pasa a ser un asunto de supervivencia). En este sentido, y siguiendo la biblia liberal contra todo tipo de paternalismo colectivo, los países no acogerían inmigrantes, como si fueran un campamento de scouts o un grupo de monjas caritativas, sino que se limitarían a respetar un derecho humano inalienable, a partir del cual un bípedo racional del planeta puede vivir y trabajar donde le salga de las narices.
La obsesión por controlar la inmigración, que incluso perpetran gobiernos que se definen como liberales, no sólo es contraproducente a nivel filosófico, sino en la esfera práctica: de hecho, los migrantes del mundo no quieren ser acogidos ni integrados, sino encontrar un espacio que permita desarrollar sus capacidades y donde puedan contribuir al bienestar general. En este sentido, hay que confiar en la racionalidad de la gente y en la adaptación al realismo de la mayoría de habitantes del mundo, pues ningún migrante se desplazará a un lugar donde no pueda trabajar ni desplegar su talento ni habilidades. Lejos de aceptar este hecho, los estados europeos (incluido España) destinan cantidades colosales de recursos a evitar el flujo de recién llegados, lo cual, en el caso de Italia, ha llegado a comportar la situación delirante de regalar una cantidad desmesurada de pasta a las mafias que controlan Líbia para que sus esbirros puedan controlar las fronteras y no se les escape ninguna patera. Es esta política iracunda, en definitiva, la que radicaliza la mentalidad de los europeos hasta convertirles en miedosos racistas herederos de un proteccionismo desfasado.
Es de un cinismo olímpico resolver un problema como el del barco Aquarius con la cancioncilla y la estética de la caridad
Entiendo que una administración de Pedro Sánchez, ZP II, que se ha hecho y se hará de gestos de cara a la galería, haya aprovechado que más de seiscientas personas vaguen por el Mediterráneo para hacerse la fotografía caritativa y acogerlos en València. En una situación de emergencia, por desgracia, cualquier ayuda es buena, pero es de un cinismo olímpico resolver un problema como el del barco Aquarius con la cancioncilla y la estética de la caridad. Si el estado español quiere ayudar a los migrantes que ponen su vida en peligro en el mar, lo mejor que puede hacer es abrir sus fronteras a quien sea, porque eso de acoger a negritos con espíritu de mosén (con Carmen Calvo yendo a València para coordinar una operación de recibimiento tan pornográficamente publicitaria que llegará a altísimas cotas de vergüenza ajena) es una forma más velada de racismo, que por disfrazarse de progre todavía resulta más perversa. Si los países de Europa quieren acabar con el drama de los refugiados y de los migrantes lo tienen muy fácil: que rompan con la moral de acogida y se conviertan en naciones liberales y abiertas, en las que su ciudadanía se defina simplemente por la voluntad de serlo.
Pero todo eso, queridos lectores, es demasiado pedir. Es mejor mantener intactos tus tratados internacionales, aunque sea al precio de pactar con el demonio marroquí o la mafia africana, mientras te haces una foto con el negrito de turno ofreciéndole un plato de paella. Ciertamente, no me extrañaría que, una vez acogidos, los habitantes del Aquarius se acaben largando, buscando un país con menos cuota de locos y racistas disfrazados por metro cuadrado.