La política catalana se encuentra en ese punto interesantísimo del delirio en el que la verdad y la mentira se funden borrosas, todo sobrevive agónicamente en el mismo lodazal, y la única ocupación de nuestros mandatarios es ver hasta dónde pueden estirar el chicle del cinismo. Así Carles Puigdemont, quien, antes de ser escogido presidente del Consell de la República (con unanimidad prácticamente rusa y contra un opositor títere que no conocía ni el tato), refiriéndose a sus últimos días en la Generalitat, recordó que, después de la DUI: "Decidí no pedir el reconocimiento explícito (de Catalunya) porque sabía cuál era el resultado; no existía el trabajo previo hecho para que cuando vayas a llamar a la puerta no sea a puerta fría". Pasado por la traductora: el 130 reconocía que no había pedido amparo a ningún interlocutor por el simple hecho de que su política internacional era inexistente, vulnerando así (por enésima) el compromiso adquirido con los catalanes.
Las declaraciones son terribles y no sólo por la cara marmórea que exhiben, sin ningún tipo de compasión por la gente a la que rompieron la cara (y un ojo) durante el 1-O, sino también porque nos dan muchas pistas del cinismo que vendrá y de cómo el procesismo va pactando una renovada pax autonómica con España. El president reconoció sin rodeos que había engañado a los electores en un discurso en el que, paralelamente, afirmó que el Consell de la República tenía que distanciarse de la politiquería partidista (incluida la de Junts, grupo del cual también es capataz). La idea tiene su coña: en la misma salmodia antisistema que pretendía alejarse de los partidos, el 130 exhibía bien alto y claro una genética totalmente convergente: admitía el humo de las estructuras de estado de una forma todavía mucho más descarnada que Artur Mas y, de paso, empezaba a excusar la traición de los líderes al pueblo amparándose en la puerta fría de los estados planetarios.
La política se perfecciona en el arte de mentir y el chicle del lodazal catalán va estirándose como en los tiempos de Pujol: nuestros mandatarios se ejercitan en el arte de recordarnos que no tenemos ningún tipo de voz y voto en la política planetaria
Lejos de defender la causa de la tribu, vivir en Bruselas ha servido a Puigdemont para entender que la situación actual de guerra caliente (y la pleitesía de España a la nueva invasión yanqui de esta Europa nuestra debilitada) hará muy difícil cualquier aventura secesionista en el futuro. Consciente del hecho, el president está preparando un discurso antisistema muy sobado, de raíz casi podemita, para sobrevivir políticamente aprovechando las sobras del fenómeno Zelenski. Pero la diferencia del antiguo president y el líder ucraniano no es solamente la mayor capacidad de resistencia del segundo (bueno, de hecho, el primero la tuvo nula), sino que Puigdemont ya muestra sin disimularlo demasiado que quiere acabar pactando un retorno al país con España. Cuando hablas con los convergentes, te dicen que el president quiere garantizarse la inmunidad y desembarcar en Catalunya con toda la fuerza de la pátina europea: pero mientras te venden la moto no pueden evitar que se les escape la risa.
A diferencia de Tarradellas, el 130 quiere volver a Catalunya con una sentencia absolutoria de Europa no para poner España contra las cuerdas, sino para que el espacio político convergente vuelva a ocupar la plaza Sant Jaume. Mientras Puigdemont dispara poesía, la mayoría de consellers y concejales de Junts ya traman pactos con Salvador Illa de cara a las próximas municipales, y los paganinis de la CiU de siempre ya han vuelto a llamar a sus amigos de Madrit diciéndoles que en Catalunya ya no hablamos de política, que hemos vuelto a la gestión de toda la vida, y que si tienen algún trabajo de consultor para su hijo, que ya sabes lo jodido que está esto de encontrar curro para los jóvenes, collons. Es por eso que Puigdemont pujolea y abraza el discurso de hacer país, de trabajar el pal de paller para que el mundo no nos tire la puerta fría a la cara. Al fin y al cabo, en definitiva, explica los motivos de los convergentes para sacar la momia del president Pujol del ostracismo a la plaza pública.
La política se perfecciona en el arte de mentir y el chicle del lodazal catalán va estirándose como en los tiempos de Pujol: nuestros mandatarios, en definitiva, se ejercitan en el arte de recordarnos de que no tenemos ningún tipo de voz y voto en la política planetaria, reduciendo el catalanito al comercial que toca puertas y se las encuentra heladas, pero que tiene que mantener la llama viva... votando al partido más sensato del autonomismo. Pero cuidado, que el mundo ha vuelto de repente a la historia en mayúsculas y la verdad vuelve de forma descarnada, a través de tanques y de misiles que estallan a pocos metros de las centrales nucleares. Y en medio de la guerra la vida se hace más dura, pero el arte de mentir también se desenmascara con más luz: se muestra cómo, al límite, los aprendices de Zelenski son sólo eso, un convergencillo más.