Resulta la mar de normal que, en el país de la revolución de las sonrisas, un hombre intencionadamente repelente como Josep Borrell genere muecas de incomodidad. Desde hace tiempo, en Catalunya tenemos un Mandela en cada esquina, y la arrogancia indisimulada del actual alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad casa muy poco con el carácter amansado de la tribu. A servidora, y por motivos de solidaridad caracterológica, los hombres poco modestos y desagradables siempre le han enternecido el alma; y más todavía cuando el antiguo ministro sociata necesita un tanto por ciento tan ínfimo de su picardía para excitar el narcisismo victimario de mis conciudadanos. No fue el caso cuando, anteayer, Borrell aprovechó una rueda de prensa para referirse a los líderes que "huyen escondidos dentro de un coche", un implícito que invocaba al antiguo presidente de Ucrania, Víktor Yanukóvich, y que la mayoría de la secta del-món-ens-mira pensó que estaba inspirada en Carles Puigdemont.
A estas alturas, da una cierta pereza explicar que las declaraciones de Borrell, afortunadas o no, recordaban el tiempo en que Yanukóvich se largó de Ucrania después de la resistencia de Maidan en 2014, una fuga que los caprichos primaverales de la historia han hecho coincidir con la actual invasión por parte de Vladímir Putin. Se pueden hacer todas las tesis doctorales del mundo sobre las comparaciones (muy traidoras, especialmente en tiempo de guerra), pero la mayoría de corresponsales del mundo han recalcado la coincidencia de esta fecha. Pero en Europa hay un estado de excepción, que no sólo ejercita el analfabetismo más militante, sino que, como pasa siempre, se ofende y gesticula para salvar las propias vergüenzas. Borrell no pensaba en Puigdemont, pero da lo mismo; de hecho, si hubiera sido el caso, la raíz de su comentario no sería nada escandalosa, ni mucho menos fruto de la inexactitud.
Si la conciudadanía dedicara el 3% de exigencia que tiene con cada suspiro de Josep Borrell a su clase procesista, creedme, a estas alturas Catalunya no sólo participaría en Eurovisión, sino que sería el país organizador
Supongo que eso de indignarse va por barrios, pues yo, puestos a sacar la bilis, prefiero aplicarla a mis correligionarios. Y por muy inadecuada que me parezca la retórica borrelliana, todavía me resulta más escandaloso, y mira que ha pasado tiempo, que el president Puigdemont declarara la independencia del país, parara la DUI apelando a un arbitraje europeo que sabía inexistente, se fuera a comer tan pancho con los amiguis justo el día después y, una vez acabada la acrobacia, se marchara del territorio contraviniendo no sólo su palabra, sino todos los compromisos parlamentarios que había adquirido con sus votantes en particular y con el pueblo de Catalunya en general. Llamadme tiquismiquis, pero la escasa capacidad que me queda para cabrearme prefiero dedicarla a una clase política que justo después de declarar Catalunya independiente decidió marcharse de finde con la familia.
Yo puedo entender que prefiráis las insufribles salmodias de Oriol Junqueras a la fanfarronada de Josep Borrell i Fontelles. Pero os pido que respiréis y pensad una, sólo una cosa: Borrell nunca ha fallado a su país. No tuvo ningún inconveniente en afirmar que, como capataz de Exteriores del Gobierno, dedicó un 90% de su tiempo a luchar contra la independencia de nuestra tribu. Y os diré que, por mucho que me duela, fue un tiempo bien empleado y que ha servido, porque aquí pasamos del 1-O a asegurar la presencia del catalán en Netflix... y en los patios de colegio. De Borrell podéis decir lo que queráis, pero él ha ganado. De hecho, él nos ha ganado y, a mi inmodesto entender, merece mucha más credibilidad que una clase política, la catalana, que cuando abre la boca sólo miente. Sí, queridos lectores. Puigdemont no huyó de los españoles, como os han explicado: se escapó de sus compromisos.
Si la conciudadanía dedicara el 3% de exigencia que tiene con cada suspiro de Josep Borrell a su clase procesista, creedme, a estas alturas Catalunya no sólo participaría en Eurovisión, sino que sería el país organizador. Pero no, preferimos abrazar las sobras de una rueda de prensa para ver el espejo de nuestro martirologio, cuando si algo nos recuerda la presencia de Josep Borell en el cenáculo más alto de la diplomacia europea es nuestra espantosa y nauseabunda derrota. Él manda, nosotros no. Él decide, nosotros no. Nosotros tenemos la guardería de Pere Aragonès, el metaverso del pobre Puigneró y un antiguo president que, después de jurar que resistiría en el Parlament, prometió que volvería para ser investido; todavía esperamos. Supongo que todas estas frases te parecen tan desagradables y prepotentes como Borrell. Pues sólo tienes un problema: son la puta verdad.