El Gobierno español ha pedido al abogado del Estado (pobrecito, estaría metiéndose birras en las calas de Menorca) que denuncie los ataques contra equipamientos turísticos en Barcelona con el fin de garantizar la seguridad de todos los visitantes. Imitando la histeria legalista de los españoles, el Departament d'Empresa i Coneixement de la Generalitat se ha presentado como acusación particular haciendo gala de la misma e idéntica indignación, que no debe de tener nada que ver con que Santi Vila, su máximo responsable, se levante de vez en cuando pensando que algún día será alcalde de la capital. Que la Administración española se apunte a la cruzada de kaleborrokizar a los jóvenes de Arran y de paso todo el proceso soberanista (como si su ataque al famoso bus turístico hubiera sido el atentado en las Torres Gemelas) ya es comprensible, pero que la Generalitat caiga en la trampa del alarmismo resulta un chiste de mal gusto.
El hecho de que la misma Administración central dormida e inactiva que ha sesteado alegremente durante la ya famosa crisis de los controladores de seguridad en El Prat (asistiendo impasible a una huelga que ha comportado molestias más que evidentes a los visitantes de Barcelona) ahora se nos ponga pureta con el estado existencial de los turistas que se pasean por la capital del país es un abracadabra que te tienes que tomar con un extra de hielo para tragártelo. Pero que la Administración catalana, responsable compartida de la sobreturistada invasora que sufren localidades costeras como Cadaqués o Lloret de Mar (donde el alcalde, por cierto, comparte partido político con el conseller Vila), escenifique toda esta pantomima de la protección al ciudadano y al visitante solo puede ser producto del exceso de temperaturas. Antes de denunciar un hecho puntual, muchos tendrían que pasar unas cuantas horas de cara a la pared.
Ya lo veis, un simple ataque a un autobús y cuatro adhesivos mal puestos en unos automóviles de alquiler han conseguido lo imposible: aparte de llenar telediarios como si sus responsables fueran criminales, han hecho que los funcionarios legalistas de la corte madrileña tengan que mover el culo e interrumpan sus vacaciones para volcar todo el aparato del Estado contra cuatro jovencitos pretendidamente alternativos. Si siguen así, no sería extraño que Santi Vila pida pronto amparo a la Corte Penal Internacional con el fin de acusar a los jóvenes de Arran de crímenes genocidas contra la humanidad. De nuevo, vemos cómo una parte del soberanismo se siente comodísima exagerando un ataque puntual a las infraestructuras turísticas, con el simple afán de hacer política de salón, crear una alarma innecesaria y acabar reclamando la desaparición de la CUP para mejor gloria del retorno de los hombres juiciosos de toda la vida.
Te puede parecer bien o no eso de los jóvenes de Arran con el bus turístico, pero toda esta sobreactuación contra la protesta (una acción, por cierto, con mucha menos incidencia que cualquier movilización sindical y mucho menos costosa para las arcas de la ciudad que la limpieza de las meadas que los turistas depositan cada noche en la Barceloneta) es el síntoma de un entorno social poco acostumbrado a los debates y demasiado acostumbrado a excitarse con una hipotética gamberrada. Acusamos a menudo al españolismo de un exceso de apelación a los tribunales por motivos políticos, y a la mínima copiamos punto por punto el gesto para magnificar acciones sobre las que, antes que nada, tendríamos que pensar un poco. La violencia no se explica nunca gratuitamente y a menudo su toque de atención nos obliga a parar y a ser reflexivos con un entorno que hasta el momento habíamos aceptado irreflexivamente por comodidad o simple inercia.
De eso va la CUP, sin la que, como ya sabe todo el mundo, todavía estaríamos pidiendo el pacto fiscal y pensando en la enésima reedición de Junts pel Sí, con el conseller Baiget y los suyos bien fresquitos en su coche oficial. Pero vosotros pensad en el autobús y no hagáis demasiados esfuerzos, que por algo es verano...