A veces pasa que lo mejor de una noticia es que sea noticia. Este es el caso de la exclusiva del periódico Ara del pasado lunes por la que sabíamos que Alfred Bosch había cesado a su jefe de gabinete debido a acusaciones de acoso sexual tras haberlo encubierto a sabiendas durante meses e incluso de intentar promocionarlo a director general. Les propongo un ejercicio muy fácil: desde el inicio del procés (situable el 27 de junio de 2010, con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut), piensen cuántas noticias aparecidas en medios de la tribu, de cualquier ideología, han comportado la dimisión de un alto cargo independentista en la Generalitat. Piensen, tengan la bondad, que el silencio se apoderará de allí donde se encuentren como si hubieran entrado en una cripta, dejándoles un cierto regusto amargo sobre el estado de nuestro periodismo y su enfermiza docilidad.

De tanto en cuando deberíamos recordarnos a todos que nuestro trabajo no es el de promocionar a los sicarios de los partidos políticos, ni el de narrar las escaramuzas entre convergentes y republicanos, ni de vociferar cuál es el último tuit de Pilar Rahola que hará temblar toda la diplomacia española, sino la de auditar continuamente al poder político y, de paso, provocar que nuestros mandatarios sientan miedo de vez en cuando. Dicho esto, sorprende que, para la mayoría de líderes de ERC, incluida su sonriente portavoza, Marta Vilalta, la posterior dimisión de Alfred Bosch haya podido definirse como un acto honorable que, calcando las palabras de Sergi Sabrià, “deja el umbral de exigencia muy alto como no podría ser de otra forma”. Hombre, Sergi, pues yo diría que encubrir y promocionar acosadores eso del umbral lo envía más bien a tomar pol saco.

La izquierda catalana me enamora: se pasa la vida en manifas donde se canta que si tolerancia cero contra la violencia y que debe señalarse a los acosadores, pero cuando la cosa pasa en su casa, todo se escuda en el protocolo

Porque los estándares morales de los republicanos, en este caso concreto, sólo se han activado cuando la noticia ha saltado a la opinión pública. De hecho, los detalles de este escándalo, y la tendencia de Bosch y Carles Garcias a compartir gustos más allá de la literatura, ya se sabía desde hace meces. Quizás tiene que ver con el nuevo republicanismo de las mesas-donde-se-puede-hablar-de-todo, pero diría que para detectar y combatir casos de acoso (¡cuando hay diez mujeres que lo han proclamado a viva voz en un departamento donde trabajan menos de 300 personas!) no es necesaria la pericia de Woodward y Bernstein. La izquierda catalana me enamora: se pasa la vida en manifas donde se canta (en español, que hace más cool) que si tolerancia cero contra la violencia y que debe señalarse a los acosadores, pero cuando la cosa pasa en su casa, todo se escuda en el protocolo.

La cosa ha pasado exactamente igual en la CUP, donde la investigación del presunto acosador psicológico de Mireia Boya parece algo más difícil de concluir que los enigmas insondables de las mutaciones de los tumores cancerígenos o que la misma fórmula de la Coca-Cola. Pues mire, en casos como estos, y más cuando una parte substancial de un departamento ya ha expresado su preocupación, ni protocolos, ni expedientes ni pollas en vinagre: quieto todo el mundo, que los líderes actúen con rapidez, con el cuidado para con las víctimas en el horizonte, y que se castigue al acosador y a quien lo encubre. Pero ay, amigos, que en este caso la lista sería demasiado larga… Repitámoslo, por si no ha quedado claro: eso de Exteriors se sabía en la conselleria, en la calle Calàbria 166, en Suiza y también en infraestructuras cercanas a Sant Joan de Vilatorrada. I la bona gent calló. Punto.