El jefe me envía a la manifa de la Diada, yo que no he ido a manifestaciones en mi puta vida (tanta gente me inquieta, lo confieso), ni sé contaros mucho, más allá de que hay mucha, muchísima gente, la rehostia de gente. Veo a los asistentes con ganas de pasárselo bien y de reivindicar lo nuestro con alegría, pero diría que todo dios es muy consciente de que esta no es una excursión más a la calle, porque la desobediencia ya está al orden del día, porque el Govern en pleno ha firmado la convocatoria de un referéndum que tiene que hacer vinculante y porque su compromiso es lo bastante concreto como para no poder disfrazarlo con una marcha atrás. En la plaza de Catalunya están todas las celebrities de la secesión y Quim Masferrer hace aquello tan suyo de gritar, mientras dice que, si hay problemas para votar, nos vamos todos a Sant Feliu de Buixalleu y tira millas. Las cosas no son tan fáciles, pero tú dale.
En la plaza, la gente tiene ganas de gritar ("¡Votarem, votarem"!), pero los cantos espontáneos de la peña se apagan a causa de la retransmisión radiofónica de Catalunya Ràdio y Rac1, que se oyen a todo trapo por todo el Eixample, una pésima decisión de los organizadores que silencia la sinfonía natural de las voces de la gente. Mientras las grandes banderas llegan a la plaza, nos entretienen compañeros músicos como Pep Poblet o la Dharma, que nos hacen danzar como niños, todo eso coronado con una aparición de última hora de Josep Maria Mainat con un playback de Passi-ho bé de auténtica vergüenza enajena. Pero todo eso da igual, porque la gente está contenta, y yo siempre he considerado que la felicidad es inteligente y que los proyectos políticos ilusionantes siempre acaban venciendo a las prohibiciones, vengan de quien vengan. Veo a la gente con ganas de resistir y eso es lo único que cuenta, en realidad.
Dicho esto, lo mejor del día de ayer fue el extraordinario minuto de silencio en recuerdo de las víctimas del atentado de Barcelona. Ver la ciudad tan callada, os lo digo de verdad, me puso la carne de gallina y todavía me la pone cuando pienso en ello, lo cual va perfecto para combatir el dolor de cabeza que me persigue desde que he vuelto a casa y el enrojecimiento de la piel, que me escuece por haber estado tantas horas al sol. Esto de la libertad, realmente, es duro de cojones.