Hay un tipo de independentista que no se pierde nunca el discurso del Rey, el mismo independentista que escucha la salmodia del monarca con más atención que si la recitara Pedro el Grande y que este año ha estampado la cabeza en la televisión con especial frenesí teniendo por único objetivo comprobar si Felipe VI había pegado alguna referencia a las corruptelas paternas en el teleprónter que recita con aquel insufrible tono ronco de la frailería o si, en caso contrario, el jefe de estado de los enemigos pasaba de puntillas (sí, porque el independentista en cuestión dice expresiones nauseabundas como "pasar de puntillas") sobre las acrobacias de la economía del antecesor. Este es el independentista que necesita ver el discurso del Rey para certificar el cinismo, que se alimenta de España más que del arroz, para manifestar que Felipe VI es un mal bicho en contraste con su propia inmaculada moral.
Si Felipe VI hubiera incluido una referencia más explícita a su padre, si hubiera dicho una frase como "el comportamiento de esta institución que represento no ha sido siempre ejemplar", o incluso si hubiera afirmado alguna cosa parecida a "ey, compi yoguis, no estéis nerviosos que si puedo meteré al pichasuelta de mi papi al trullo por haberse forrado con tantas comisiones", nuestro independentista tampoco habría estado contento con el speech real. Porque a nuestro yonqui prototípico del secesionismo, en el fondo, le da lo mismo la prédica anual de la Corona; para él, la arenga es sólo una excusa para sentirse moralmente legitimado en contraste con la podredumbre de los vecinos y la homilía sólo es la chispa perfecta para saltar del sofá con ademán de indignación, viajar cagando leches a la cocina, y decirle a la costilla que esto es muy fuerte, Meritxell, que va y el ratero este no ha dicho nada del mangui de su padre.
A nuestro yonqui prototípico del secesionismo, en el fondo, le da lo mismo la prédica anual de la Corona; para él, la arenga es sólo una excusa para sentirse moralmente legitimado en contraste con la podredumbre de los vecinos
La intranquilidad de este independentista contrasta con el hecho de que, muy probablemente, nunca habrá experimentado ningún problema cuando ha votado a un antiguo partido hegemónico del catalanismo que fue tildado de organización criminal por una jueza catalana, ni tampoco, sólo faltaría, se exclamará de indignación cuando manifieste de nuevo que la administración en que se tendría que reflejar el futuro estado catalán está carcomida por la peor forma de corrupción posible: una insólita acumulación de sicarios de partido, de caraduras y de inútiles que, especialmente en los últimos meses, se han mostrado incapaces de garantizar la salud del país o hacer algo tan sencillo como que una página web no se cuelgue por exceso de visitas. Al independentista en cuestión todo eso le parecen males menores, errores enmendables con el cristianísimo hábito del perdón; en el fondo, cree que no puede haber falta si la comete una buena persona.
Este junquerismo ético se ha convertido lentamente en la columna vertebral de la moral política de nuestra tribu. Los conciudadanos opinan que merecemos un estado porque esto de devenir un país nace y se fortifica en un contrato social urdido por la buena gente. Desconocen que, en el fondo, el estado es sobre todo y ante todo un instrumento para hacer daño de forma legítima y también ignoran, por si fuera poco, que la primera obligación de un jefe de estado es mantenerlo unido caiga quien caiga, y si es al precio de proteger a la nobleza simbólica de los chorizos y "pasar de puntillas" por la pasta que han acumulado en Suiza, y especialmente si ha servido para pagar las fantas de la familia, pues se hace y a tomar por saco, que el universo de los fracasados está lleno de intenciones angélicas. Todo esto, este Machiavelli for dummies, a nuestro independentista le hace estremecer de dolor y antes de asumirlo caería muerto.
Si la cosa continúa igual, que tiene toda la pinta que sí, el protagonista de este artículo seguirá viendo el discurso del Rey el próximo año, saltará otra vez del sofá para interpelar a la pobre Meritxell sobre los silencios del monarca y al día siguiente correrá como un poseso a amanecer con el 3/24 para escuchar la expresión "pasar de puntillas" repetida las veces que haga falta. Los discursos del Rey se irán sucediendo, y el independentista en cuestión los seguirá necesitando cada año, como una droga salvífica que lo exonera del mal. Si el monarca la diña, su niña angélica lo sustituirá con una continuidad envidiable. Mientras la sangre azul se eterniza, nuestro amigo morirá siendo una buena persona. Y como ciudadano de la autonomía española, sólo faltaría.