Comentando el viaje del president Torra al Smithsonian Folk Festival de Washington, mi hermana Anna Punsoda lo resumía muy bien en Twitter con su prosa de pocas concesiones y espíritu de secano: "Cuando no puedes gobernar y vas de feria en feria. Lo mismo que hacían Pujol y Prenafeta hace 30 años, cuando los recibieron George H. Bush y Helmut Kohl y todos los catalanes mirando y meando colonia". Que la Puns lo exprese tal como es y sin tapujos no es ninguna noticia, porque siempre acostumbra a tener razón. Pero incluso aquí hay muchos matices, porque si bien la acción exterior de la Generalitat acostumbraba a derivar en alguna u otra forma de exportar nuestro provincialismo y frustración tribales, mientras a Mas, Puigdemont y Torra los acaban siempre recibiendo autoridades de segunda, Prenafeta conseguía, cuando menos, que el president 126 acabara encajando la mano de algún mandatario del primer mundo.
La cosa es fácil de explicar. En primer término, la pericia de Prenafeta consistía en burlar el funcionariado diplomático español y conseguir que Pujol fuera recibido por los mandatarios a través de pactos económicos con los lobbies de los países en cuestión. Pero también hay que decir que, en aquellos momentos, para el poder central tampoco era tan grave que Pujol se las diera de estadista: al fin y al cabo, la imagen de español del año ―según la cual el president no era un simple capo regional, sino un líder europeo de primera― se había urdido en los diarios madrileños. Quiero decir que, en el fondo, que Pujol fuera haciendo sus cosas por el mundo ya les iba bien y, al fin y al cabo, beneficiaba a los empresarios catalanes, que siempre se habían decantado por el unionismo. Como siempre, la política catalana acababa en un pacto de mínimos que satisfacía a todo el mundo, y tal día hará un año. Además, en los viajes cantaba la Caballé, que sublimaba las reuniones con filamentos vocales.
Eso será nuestro pan de cada día o, mejor dicho, la indignación de cada día
Las cosas han cambiado desde entonces, tanto en el tejido empresarial catalán como, no hace falta decirlo, en el ámbito de la política. Sin embargo, en el fondo, el retorno autonomista del actual mando en la Gene copia punto por punto aquel gesto pujolista de enfadarse y hacer cara de indignado mientras se intenta vender a los catalanes que su aportación a la política española es decisiva. Lo vimos hace pocos días en el Congreso, donde Joan Tardà se hacía el ofendido delante de Sánchez por el simple hecho de que el presidente español no quiera ni oír hablar de negociaciones sobre la autodeterminación catalana, que es la cosa más normal del mundo (pobre Tardà, qué papelote: tener que aprobarle todas las leyes al PSOE mientras vendes la moto de implementar la República). Y así fue también con el choque de Torra con Pedro Morenés y toda aquella pantomima de abandonar el acto oficial donde el embajador hacía su último servicio a Rajoy.
Cuando la política se folkloriza y se vuelve gestualidad, los discursos derivan en vacío, la parsimonia se institucionaliza y, al final, siempre acaba ganando el Estado. A mí me hace mucha gracia ver al amigo Torra abandonando actos y haciendo cara de ofendido; él, que tanto le cuesta abrazar el conflicto y que tiende a la sonrisa de niño. Pero bueno, eso será nuestro pan de cada día o, mejor dicho, la indignación de cada día. Mientras la cúpula del Govern se muestre airada, los partidos irán pactando bajo mano la nueva pax autonómica. En un país donde los columnistas nunca reconocemos los errores, tiraré la primera piedra. Nunca, en mi vida, me habría imaginado que volvería a vivir ciertas dinámicas políticas como esta. Creía, erróneamente, que todo eso del nunca acabar ya lo habíamos superado. Me equivoqué, porque volvemos a la era del gruñir, sin que nos reciba ningún presidente auténticamente relevante del planeta tierra.
Aparte de eso, también hemos cambiado la Caballé por los castellers y la gralla.