Pablo Llarena es español y hace de juez. Eso son dos contingencias de la vida; una, fruto del azar, porque el burgalés podría haber nacido en Dogtown (Alabama) o en Pino sulla Sponda del Lago Maggiore (Varese), y la segunda podría responder a una vocación por la equidad universal, pero resulta que, en el caso que nos ocupa, es la consecuencia lógica de haber nacido en una familia de magistrados y juristas. El ser es como es, así la ley de la gravedad y los michelines que arrastramos los cuarentones, y que Llarena sea español no sólo implica su condición de ciudadano del reino de España, sino que, además, incluye la aptitud para ser un español como dios manda, a saber, una persona para la cual Europa representa una simpática pero menor protuberancia (vaya, un bulto); es decir que, en definitiva, el mundo civilizado empezaría por todo aquello que nació de la Pinta, de la Niña y de la Santa María.
Continuamos. Como buen español y persona sagaz, el juez Llarena sabe perfectamente que Carles Puigdemont no maquinó (ni mucho menos perpetró) un proceso sedicioso para configurar una Catalunya independiente. Puestos a saber, Pablo incluso entiende que la mayoría de estados civilizados, a falta de tener que hacer frente a un proceso de autodeterminación de una de sus tribus o nacionalidades, califiquen estos delitos como faltas menores e incluso los guarden en el cajón sólo para cuando alguien se viene arriba en exceso y declara repúblicas inexistentes. Pero Llarena, insisto hasta la náusea, es un juez español, lo cual implica que por mucho que tú vayas de farol y proclames una DUI de chichinabo para engatusar al personal, él hará todo lo posible para meterte en la prisión y te perseguirá por medio mundo, sólo para que a la próxima vez te lo pienses y hagas el jodido favor de no tocar más los cojones.
Cuando Llarena pide a un colega europeo que le facture al 130 empaquetado y con las respectivas esposas, sabe a ciencia cierta que sus homólogos responderán siempre con la misma canción: "Hombre, Pablo, si lo quieres por malversación, todavía te lo puedo enviar, pero, hombre, este pobre chico, de sediciones y de rebeliones... como que no". Eso que mis conciudadanos tildan de recibir una bofetada y que los columnistas de mi tribu califican de un ridículo espantoso, para Llarena es un honor. Porque Pablo, y eso es lo que tenéis que entender, no trabaja para Europa, ni para L'Alguer, ni para Schleswig-Holstein, ni para la madre que los parió a todos. Curra para España, para la España que le ha entregado la toga, para la España que ha alimentado a sus padres y que probablemente alimentará a sus hijos. Y cualquier cosa que rompa esta España, por mucha agua de borrajas que sea, le resulta un enemigo a destrozar.
Pablo Llarena hará de español y de juez mientras respire y, consecuentemente, mientras exista la mínima posibilidad de cazar la presa, él lo intentará y santas pascuas
Que el president Puigdemont corra por toda Europa libre menos en España, es decir, que su condición de eurodiputado sea respetada e incluso se le presuponga inmunidad jurídica en todo el continente... todo eso, como entenderéis rápidamente, a Pablo Llarena le parece, como decíamos antes de hacer cursos contra el heteropatriarcado, una mariconada como una casa. Le importa un pito. Se lo pasa directamente por el ano cuando, después de una traidora tarde calurosa de octubre, una concreta parte del cuerpo te empieza a sudar. Llarena quiere cazarlo, porque su sola existencia le parece criminal y, de hecho, ya hace mucho rellenando con parsimonia todas estas mandangas de la euroorden y su tía en vinagre, pues si por él fuera, lo iría a detener personalmente y, si por él fuera, le encantaría sustituir a Marchena sólo para decirle: “Don Carles, tenga la bondad, no me haga circunloquios y haga el favor de ceñirse a las preguntas del fiscal”.
Cuando Pablo Llarena tiene alguna tarde libre, aprovecha para recordar sus horas de recreo en la Cerdanya y consume medios catalanes. Le encanta leer como la conciudadanía va diciendo que hace el ridículo, que la judicatura europea le ha dado una, dos, tres e incluso setenta bofetadas, ya que mientras lee estos titulares se rasca un poco el glande, experimenta la erección propia de un macho que, a los cincuenta y ocho años, todavía responde, y por dentro va diciendo: "Ya te joderé, ya te joderé, y si no lo consigo, nadie te va a quitar quince añitos de excursiones hasta que lo mío te prescriba, Carlitos”. Estaría muy bien que Llarena fuera un magistrado danés con espíritu conciliador, un jurista para quien eso de la sedición es una pamema o incluso un alto representante de Naciones Unidas interesado en urdir la reconciliación dialogada entre catalanes y españoles. Todo eso sería fantástico, pero no es el caso.
Porque, por si todavía no lo había escrito, Llarena es español y hace de juez. Y además, tiene la suerte de tener como enemigos una tribu que todavía no ha entendido que es español y qué quiere decir hacer de juez. Y es así como Pablo Llarena hará de español y de juez mientras respire y que, consecuentemente, mientras exista la mínima posibilidad de cazar a la presa, él lo intentará y santas pascuas. Pablo tiene la suerte, en definitiva, de tenernos como rivales, porque si lo máximo que tienes que hacer en la vida es luchar contra una tribu que todavía no ha entendido ni qué eres, pues, como os podéis imaginar, lo que te diga un juez de L'Alguer o incluso el altísimo representante de la Virgen María... pues que ya no hace falta ni que acabe la frase porque el lector ya debe imaginar por dónde se lo mete.