Cuando Jordi Graupera propuso a Alfred Bosch que participase en las primarias abiertas de Barcelona, el antiguo líder municipal de Esquerra le espetó que su militancia ya le había ungido como candidato a la alcaldía. Pocos meses después, los capataces de ERC demuestran que la opinión de sus miembros se la resuda monumentalmente y que la votación en la que participaron fue la misma patochada dictatorial (de apariencia democrática, eso sí) a la que muy pronto se someterá también Ernest Maragall. Primero fue Joan Tardà, que se despachó tranquilamente insultando a los electores independentistas, y ahora es directamente el Espíritu Santo de Lledoners quien dice sin tapujos a la militancia que acate y aplauda. Aquí no se discute la idoneidad del personaje, porque todo quisque está de acuerdo en que un pepino sería mejor alcaldable que Bosch; simplemente recalco esta forma tan española de decidir en los despachos aquello que tu parroquia está predestinada a obedecer sin posibilidad de protesta.
Si antes del 1-O Maragall llegó a declarar que “plantear el referéndum sólo si es pactado es sinónimo de renuncia”, con la sociovergentización de Esquerra el todavía conseller de Exteriors representa como nadie la pretensión republicana de convertirse en un nuevo pal de paller que aglutine a antiguos socialistas y peña del universo común. Uno debe entender bien el trasfondo perverso del gesto: con Maragall, gane o pierda, Esquerra cuenta con alguien que puede pactar tranquilamente con Colau para ensanchar la base (ecs) y atraer a las vetustas élites socialistas de la capital hacia un progresismo indepe que nunca salga de la jaula del autonomismo. Como pasa exactamente con Valls, de quien los medios ya se han zampado acríticamente el perfil de hombre libre e incómodo para Ciudadanos, Maragall es la enésima excusa para subastar Barcelona a un experimento de política española y partitocrática. De nuevo, una de las mejores ciudades del mundo queda prostituida por el experimento de cuatro burócratas.
Si alguna cosa demostró el maragallismo es que un modelo atractivo de ciudad no nace de una mente mágica de carácter demiúrgico, sino de la suma desacomplejada del talento de hombres y de mujeres con iniciativa
Todo esto es cada día más fácil de comprobar y, afortunadamente, los electores (y los propios militantes barceloneses de ERC) ya no se zampan el rancho con tanta facilidad. Pero lo más preocupante del meollo es que un partido que se autoproclama republicano y que se pretende moderno acepte el legado del maragallismo de una forma tan parsimoniosa, con una simple apelación monárquica al apellido y a la herencia recibida, sin más. Pues si la figura de Pasqual Maragall ha sido santificada es precisamente porque los políticos que le han sucedido han sesteado patológicamente en el modelo socialista barcelonés, y ni Trias ni Colau se han atrevido a contraponerle una alternativa real y contemporánea. El tema da miedo, porque toda la crítica académica al maragallismo ―solidísima en autores como Resina (La vocació de modernitat de Barcelona) o Illas (Thinking Barcelona: Ideologies of a Global City)― parece no tener ni un solo correlato en el mundo de la política. El problema no es de ser holgazán: es de simple valentía.
El proyecto de primarias para Barcelona pretende no sólo evitar que la ciudad se enjaule en estas dinámicas de partido, sórdidas en esencia, sino también que cualquier ciudadano pueda aportar su creatividad y su talento a un nuevo proyecto vivificador de la urbe. De hecho, contraviniendo a lo que se suele decir, las primarias no apuestan por una lista unitaria, sino por una nueva forma de crear la unidad a través de particularidades edificantes que discutan el modelo de ciudad, no los intereses personales. Si alguna cosa demostró el maragallismo (de Pasqual, no de Ernest) es que un modelo atractivo de ciudad no nace de una mente mágica de carácter demiúrgico, sino de la suma desacomplejada del talento de hombres y de mujeres con iniciativa. De eso trataron los Juegos y en eso se cimentó la transformación urbanística de la Barcelona de los noventa. Subsumirlo todo a una figura mesiánica es una de las rémoras de la política pujolista y maragallista que deberíamos cortar de raíz.
Tristemente, todas estas reflexiones, que la ciudadanía asumiría con alegría (porque así se le ayudaría a formar parte de un proyecto político donde no sólo el voto, sin la propia opinión, contaría), son música atonal para unos partidos a los que, hoy por hoy, sólo les interesa la trona. Eso sí, ya veréis como en el momento en que tengamos encestas que sitúen a Manuel Valls como posible primera opción para ganar las elecciones todo dios apretará a correr y reclamará una lista abierta en la capital. Es la enésima muestra de un independentismo que sólo funciona de forma reactiva a los designios españoles. Es la nueva prueba de que todos aquellos que salen a la calle reivindicando la democracia directa y el voto ciudadano no se aplican el cuento cuando la tarea es limpiar su fétido corral. Es la comprobación exacta, ya lo veis, que si no se ganan las guerras es porque hay gente que hace todo lo posible para perder. Como siempre pasa, sólo hay un gesto que puede corregirlo: que no te lo tragues todo como si la cosa no fuera contigo.