Resulta indignante y curioso ver como a la mayoría de los gobiernos del planeta les ha cogido una prisa repentina para curar psicológicamente a los ciudadanos de los estragos de la covid y del posterior enclaustramiento. Esta vena por la salud mental se fundamenta en toneladas de cinismo, dado que muchas de las angustias experimentadas por el común (del mal de mar que nos coge cuando volvemos a andar por la ciudad entre multitudes hambrientas de consumo, a formas de depresión y autotortura corporal) son hijas de algunas de las restricciones contra la movilidad impulsadas por estas mismas administraciones. En la tribu, como siempre, ponemos un poco de pompa y circunstancia; a la mínima que pueda, visite un hospital o una tienda de carquiñoles, el Molt Honorable afirma compulsivamente la frase "estamos plenamente comprometidos con la salud mental", y no me extrañaría que aparezca algún día con camisa de cuello Mao cantando mantras como el pesado de Gaspar Hernàndez.
Durante los años más tensos del procés, los problemas psicológicos de los catalanes no existían, pues todo el mundo se entretenía con la última jugada maestra de Artur Mas o el resultado de una asamblea de la CUP. Pero hoy por hoy eso de la política catalana y los vaivenes cupaires no le importa ni a Anna Gabriel (la más lista de todos, que antes del naufragio se marchó a Suiza de Erasmus), y la conciutadanía hace santamente curándose los traumas con el terapeuta o guardando los pocos euritos que le quedan del mes para darlos a La Marató. No hay que ser un gran psiquiatra para ver cómo la depresión es una hermana bastarda de la ira y, cuando el desánimo y la paranoia son colectivos, quiere decir que la rabia puede estallar donde menos te lo esperas. El mejor ejemplo de eso es el nuevo chivo expiatorio de la postpandemia: el negacionista de las vacunas, el ser maligno que se convertirá muy pronto en la víctima de todas las frustraciones de los indignados. Los austríacos los quieren encerrar, aquí quizás acabaremos matándolos.
Ante el nuevo episodio de histeria colectiva, sería interesante desactivar la rabia y no tildar de agresores a este 10% de la población, porque cuando le dices a alguien que es un idiota, es normal, este estará poco dispuesto a dejarse convencer
En España rondan un 10% de bípedos no vacunados que reniegan de la jeringa por motivos varios y estrafalarios; algunos creen que el señor Pfizer quiere inocularles un microchip para rastrearles su ubicación y otros se acogen a su dios particular para evitar que un médico les sobe a la mujer. La norma básica del mecanismo victimario se ha impuesto y lo repetimos como autómatas; los no vacunados son un grupo de atávicos ignorantes, insolidarios que no tienen ningún tipo de compasión con el resto de la humanidad y etc. Por mucho que servidor pueda estar de acuerdo con ello, y más allá de si se está a favor de un pasaporte covid o de la vacunación obligatoria, el hecho de señalar a los no vacunados bajo el estigma de la ignorancia puede satisfacer nuestro ego y la voluntad de inmunizarnos, pero la experiencia demuestra que regalar la condición de apestados a una minoría suele hacerla crecer. Da mucha pereza convencer a según quién, lo sé; pero siempre es preferible argumentar que estigmatizar.
Una de las formas predilectas de afirmar al sujeto en esta parte del mundo es hacerse el ofendido o el agredido. Por mucho que los vacunados sean una amplísima mayoría de la población y que seamos uno de los lugares del globo más obedientes con el médico (también lo somos, por desgracia, con el juez), la dialéctica victimaria nos obliga a airarnos con la minoría no vacunada, un grupo de temerarios analfabetos que, según parece, tienen como lema vital contagiarnos el bicho y enviarnos a la tumba. Ante el nuevo episodio de histeria colectiva, sería interesante desactivar la rabia y no tildar de agresores a este 10% de la población. Porque cuando le dices a alguien que es un idiota, es normal, este estará poco dispuesto a dejarse convencer. Y si además, como ya está pasando, lo tildas poco más que de asesino, pues se entiende perfectamente que todavía se reafirme más en su convicción. La unanimidad no existe, y por eso vacunar (o hacer votar) obligatoriamente a todo un pueblo sólo pasa en las repúblicas bananeras.
Ante la complejidad, siempre es mejor convencer. Por mucha pereza que dé. Además, mientras argumentas se te pasa la mala leche y, de paso, ejercitas la salud mental.