"La memoria cree antes que el entendimiento recuerde. Cree durante más tiempo que recuerda, durante más tiempo de lo que tarda el entendimiento a ni tan siquiera cuestionarse lo que hace el hecho." Hace días que me persigue este fragmento de la maravillosa Luz de agosto de William Faulkner, novela que acaba de publicar Edicions de 1984 en una nueva traducción riquísima de Esther Tallada. Memory believes before knowing remembers, reza el original del Nobel mississipiense, un pequeño teorema queridamente ambiguo en que el autor no sabe exactamente si nos dice que los recuerdos son una pura invención creativa del magín, que la memoria sea por lo tanto el mismo acto placentero de inventar el pasado o que, ¡dale!, no la conforme una lucha imperfecta entre razón y fantasía, una pugna en que el entendimiento intenta buscar los hechos del pasado mientras el alma humana lucha por mediatizarlos desde un albedrío incontrolado.
Cuando se habla del respeto a la memoria histórica o de su institucionalización política, servidor siempre se acostumbra a poner la mano en la pistola, justamente porque es lo bastante consciente de que está a punto de presenciar la enésima lucha por configurar el pasado al gusto del consumidor o de quien mande. De hecho, en un país que todavía no ha ajustado las cuentas con el franquismo, trasladar el polvo del dictador, de su mausoleo hasta una tumba particular o a una atracción de Illa Fantasia, entra a formar parte de este trasiego de memorias. Releyendo la cita de Faulkner desde ahora, cosa que confirma la misma novela, parece como si eso de recordar a través de la fantasía fuera siempre una prueba contigo mismo, en el sentido que la literatura siempre se te activa cuando eres incapaz de digerir lo que te ha pasado. Así escribimos, en el fondo, y por eso nos configura mucho más qué inventamos que no aquello vivido.
Si Pedro Sánchez quisiera hacer un inventario real del franquismo se presentaría ante sus electores y les contaría qué jueces y militares amigos de Franco todavía campan
Si Pedro Sánchez quisiera hacer un inventario real del franquismo se presentaría ante sus electores y les contaría qué jueces y militares amigos de Franco todavía campan por el sistema democrático (sic) del país con total impunidad. Para no enfrentarse al hecho en cuestión, al líder sociata le es mucho más fácil ordenar el traslado de la momia, curarse en salud, dejar que el Valle de los Caídos se hunda todavía más en su eterno amodorramiento y hacer quedar PP y Cs como una cuadrilla de reaccionarios tiquismiquis. La cosa tiene cierta gracia histórica, vista la parsimonia con que el PSOE de Felipe González consolidó el régimen monárquico español mientras se dedicaba a blanquear la vida de los herederos de la dictadura con una precisión de olvido y distancia clínica que el PP de Aznar nunca habría osado tener. Franco debe mucho más a sus combatientes progres que a los followers que lo sobrevivieron.
La memoria es pura creación, eso es cierto: el problema es que la política acostumbra siempre a hacer mala literatura. Trajinando el polvo de Franco, Sánchez no solo ganará horas de publicidad televisiva gratis, sino que —además— los propios partidos independentistas le aumentarán el aura progresista y así Esquerra y el PDeCAT intentarán que los catalanes olviden cómo el líder del PSOE fue corresponsable principal de enviarnos la pasma el 1-O para maltratar a la abuelita. Operación de memoria, todavía dirán. Qué cojones, tú. Memory believes before knowing remembers. ¡Cómo lo sabes, William, cómo lo sabes!...