Si tienes que quedarte con alguna idea de este artículo endomingado, recuerda que Club Editor acaba de regalarnos una bella reedición de El carrer de les Camèlies con posfacio de Stefanie Kremser, y si tienes que hacer algo después de leerme, y gracias, te recomiendo que la compres y que devores esta obra de nuestro mejor novelista, que es también uno de los mayores escritores by far de la literatura del siglo XX. Cualquier cosa es secundaria cuando se trata de leer a Mercè, de relajarte con Mercè cuando te va durmiendo con la música que le enseñó Proust mientras piensa cómo acabar los párrafos y meterte una hostia que te deja tieso (“... i, prima com un espàrrec, me’n vaig anar a la Rambla a fer senyors”).
Así, con la psique resquebrajada, es como te quedarás si viajas de la mano de Cecília Ce, del bebé abandonado que nunca acaba de ser sujeto de acción, de la puta que parece disfrutar viviendo sin brújula y de la princesa capaz de sorber la sordidez castrada de unos hombres que sólo pueden salvar su impotencia a través del furor animal. Incapaz de ser feliz, ni cuando consigue poder ver cómo llora Rigoletto en el Liceo, Cecília siempre me ha parecido una versión genialísima del mito de Don Joan, y me gustaría pensar que Catalunya, la tribu que siempre ha intentado reflejarse en la Colometa, se parece mucho más a esta libertina. Pero eso son cosas demasiado profundas, ya lo ves, que tendríamos que resolver un día haciendo cañas.
Pilar Rahola decía hace poco donde Basté, presentando su último libro, que a ella le encanta pelearse con eso de las emociones humanas, "y aquí sí que soy un poco Rodoreda". Me cuesta entender a Pilar, no sólo porque yo considere Rodoreda la escritora más poco sentimental de nuestra tradición (Si em vaig casar tan enamorada i ja no ho estic, com creure en l’amor? Em fa riure l’amor”: Sóc una dona honrada?), y también porque a menudo tengo la tentación dialéctica de levantarme un poco Hegel o, cuando el día apunta pesimista de pasarlo un poco Schopenhauer, o incluso me puedo sentir un poco Rocco Sifredi después de una noche de aquellas en las que superas el tercer polvo y acabas rompiendo una cama. Pero me pasa enseguida.
Sé que la sola idea de insinuar una mayor templanza en el mundo del procesismo, en el universo del ho-tornarem-a-fer y de la-bona-gent, es un acto de temeridad que los lectores más lacistas no me perdonarán
Quizás son cosas de la cuarentena existencial, y que eso de haber superado la politoxicomanía y la depresión me ha regalado finalmente la virtud de la modestia, pero incluso un ególatra catedralicio como yo sentiría vergüenza al medir algo propio cogiendo a Mercè de referencia. El comentario de Rahola no es anecdótico, y manifiesta que en la tribu tenemos un problema importante con la garganta de las vanidades de opinadores y políticos estrella. En casa nos complace la existencia de mujeres poderosas que estén encantadísimas de haberse conocido, pero diría que a menudo hemos pecado en exceso encaramando a personas que, con tanto ombligo, acaban perdiendo el norte y, lo más preocupante, destruyendo la enorme distancia que tiene que existir entre naltros y los astros.
Entiendo que a la Pilar le cueste minimizar el proceso casi deísta con el cual el país la ha convertido en una figura omnipresente. Son más de quince años apareciendo casi cada día en la televisión pública (lo cual nunca ha suscitado el interés de esta entidad maravillosa llamada Consell Audiovisual de Catalunya), siendo la única persona que disfruta de tribuna sin opositor, privilegio que ha combinado admirablemente con ejercer de confesor de molthonorables y novelista. En casa nos hemos preguntado cómo se pueden multiplicar las horas del día con tanta voracidad y, de hecho, si algún poco tendría que ser la Pilar es un poco Einstein, Lorenz y Minkowsi por la relatividad con la que vive eso del espacio-tiempo.
Pensaba en la tríada de egolatrías, Catalunya y la espacio-temporalidad cuando ayer mismo, presentando el último libro de Laura Borràs (El poder transformador de la lectura), nuestro Molt Honorable decía que le resultaba muy difícil hablar de la diputada de Junts per Catalunya "porque es como hablar del universo". Como veis, queridos, en este país cuando nos ponemos, nos ponemos, y os recomiendo echar mano a Youtube para ver el vídeo de la presentación entera, pues, a pesar del tamaño imponente de la librería ONA, no sé cómo consiguieron meter tanto ego y elogios azucarados por metro cuadrado, a no ser que Laura sea como el Big Bang.
Que la catalana tribu, a través de una excesiva necesidad de referentes teologales, haya acabado transformando a dos mujeres inteligentes y formadas como Pilar y lLaura en una especie de caricatura vanidosa de una fuerza omnipresente, tendría que hacernos repensar nuestra sed de apuestas mesiánicas. De hecho, si fuéramos realmente un poco Rodoreda, nos complacería más la ética de ir trabajando incansablemente sin hacer mucho ruido, y quizás también pasaríamos una existencia rodeada de amigos que, lejos de reírnos las gracias, se dedicarían a cantarnos las cuarenta a cada frase mal hecha o a cada expresión fuera de tono (gracias por todo lo que hiciste por nosotros, querido Armand Obiols). Así, y sólo así, podríamos osar hablar de Rodoreda.
Sé que la sola idea de insinuar una mayor templanza en el mundo del procesismo, en el universo del ho-tornarem-a-fer y de la-bona-gent, es un acto de temeridad que los lectores más lacistas no me perdonarán. Porque en este país, ya lo sabemos, osar poner entre paréntesis el trabajo de Pilar o de Laura te hace entrar directamente en la galaxia de los monstruos. Me aplicaré, pues, la propia medicina e iré a dar una vuelta hasta el Fossar para ver si nuestros mártires me perdonan haber enmendado a nuestras diosas. Y no me hagáis mucho caso, ciudadanos del mejor de los países posibles, pues todo eso deben ser manías de alguien que ve la propia tara en los otros. Eso sí, corred a comprar las Camèlies, aunque sea sólo para comprobar de nuevo que ni en el mejor de nuestros días, ni en la frase más afortunada, seremos un poco Mercè.
Nunca. Ni de cachondeo.