Tras adoctrinarnos con tesón sobre la necesidad de empoderar a las mujeres y obligarnos a feminizar todas las palabras del universo, la CUP nos ha sorprendido con su decisión de encarar los asuntos relativos al acoso de una forma un tanto vetusta, heteropatriarcal y, por así decirlo, concordante con el método secretista y de toda la vida según el cual uno debe esconder el marrón en la carpeta del olvido e ir tirando que la vida es larga. Si lo recordáis, el pasado marzo la antigua diputada de la CUP Mireia Boya dimitía del secretariado nacional del partido a causa de la agresión psicológica continuada de un compañero del mismo ente. Como explicó la política aranesa en un comunicado en la red, se tragó el asunto durante meses —a causa de la concomitancia de la agresión con los hechos del 1-O y la posterior represión estatal— pero al volver a coincidir con el susodicho prenda en el secretariado, decidió hacer público el caso, abandonando la primera línea política del partido para así poder dedicar más tiempo a curarse el espíritu.
Es cosa de tiquismiquis recordar que, hasta en los hogares en donde se ejercita más el moralismo (cosa que acostumbra a pasar por igual en la secta comunista y religiosa), tenemos ejemplos flagrantes de escasa ética
En aquel mismo texto, Boya recordaba “el reto colectivo de mejorar la gestión de las agresiones machistas”, algo que, decía, afectaba “también a mi organización”. Pues si atendemos al silencio sepulcral que los cuperos han guardado durante meses sobre el asunto la cosa no acaba de funcionar. De hecho, en las escasas manifestaciones en las que alguien de la CUP se ha referido al caso hemos admirado auténticos recitales de violín como el de María Sirvent cuando afirmó que los cuperos se han “dotado de mecanismos colectivos para abordar este tipo de situaciones”, y que el caso Boya se resolvería “siempre desde una perspectiva reparadora y no punitiva”; o el de Mireia Vehí, a quien escuchamos pregonando la aparición de un protocolo contra la violencia machista en la CUP, limitándose a decir que lo de su compañera está en manos de profesionales acreditados. La mejor respuesta, por otro lado, la dio el capataz de los cuperos, Carles Riera, afirmando que “como hombre que soy no me siento con legitimidad para intervenir en este tema.” ¡Pues menos mal que eres psicoterapeuta, Carles!
Es cosa de tiquismiquis recordar que, hasta en los hogares en donde se ejercita más el moralismo (cosa que acostumbra a pasar por igual en la secta comunista y religiosa), tenemos ejemplos flagrantes de escasa ética. Lo que sorprende de la CUP es este silencio administrativo sobre un caso de tanta importancia, esta cosa aznarista del “estamos trabajando en ello” y, en definitiva, el gesto tan propio de la antigua Unió Democràtica consistente en escudar las miserias con la aparición de un protocolo estelar. Desconozco si, en un entorno tan reducido y con escasos recovecos como un secretario nacional, uno debe dedicar más de tres meses a saber si existen conductas agresivas tan visibles. Lo que sí he podido escuchar es algunos cuperos ventilando mierda, afirmando que Boya se ha inventado su agresión para asegurarse un buen cargo en La Vall d'Aran, así como a militantes de la CUP que me han confesado que lo de Mireia no es un caso aislado ni el más grave…
No dudo de las buenas intenciones en los altares de la CUP para resolver este caso, pero el hecho que lo de Boya se haya gestionado tan mal y con la misma desfachatez que cualquier mierdecilla de partido tradicional no me predispone al optimismo. De hecho, que el individuo todavía campe libre en el universo de las autoridades del partido y que el caso no esté en manos de la justicia consuetudinaria (por burguesa y española, supongo) tampoco añade mucha pinta de adecuada resolución. Pero bien, entre las pocas cosas buenas que habrá tenido esto tan desagradable es que, a partir de ahora, toda la munda será más cauta a la hora de regalar leccionas. Recupérate, Mireia.