Lo más importante y positivo de una situación caótica, decíamos ayer, es que las teorías o los sistemas de análisis que nos han sido útiles para racionalizar el pasado tienen valor alguno para visualizar un nuevo presente. Lo demuestra el hecho de que Barcelona viva noche tras noche invadida por una generación de jóvenes catalanes que hasta hace muy poco vivía de espaldas al universo de la política, unos chavales que tenían poco más de diez años cuando empezó el procés y que últimamente han preferido encararse con gallardía a la pasma que no pasarse las noches en Razzmatazz cascándose MDMA y bailando música infecta. Cada generación tiene el derecho inalienable de explicarse a sí misma y yo no tengo legitimidad alguna para hacerles de portavoz, pero diría que a los catalanes más jóvenes esto del 9-N, de la independencia simbólica y de ensanchar la base les da bastante pereza. Pues nada me podría haber hecho más feliz.
Descansemos entre manis, y recapitulemos. Barcelona y las capitales del país están viviendo un ensayo imperfecto de todo aquello que se debía de haber hecho tras el 1-O con tal de proteger la proclamación de independencia, las instituciones catalanas y el Govern legítimo. Todo resurgimiento de lo que podía haber sido y no fue acostumbra a producir mucha nostalgia y cierta frustración, pero yo todavía tengo alguna esperanza: han tenido que pasar dos años para que quedara claro que Puigdemont y Junqueras abandonaron la aplicación de independencia con la sola intención de traficar con los anhelos del pueblo, rendibilizar la herida de la represión policial y negociar con España una sentencia y posterior amnistía que tuviera a los presos cautivos tres o cuatro años, y todo ello a cambio de una simple mejora de la autonomía. Los políticos españoles y catalanes lo tenían atado y bien atado, pero las calles les han dicho que se olviden del tema.
Contra lo que dicen los cursis, la violencia funciona y tiene toda la legitimidad del mundo cuando defiende una idea grande, bella y por la cual valga la pena romperse la cara
Lo interesante de la cascada de manifestaciones de los últimos días no es solamente la defensa de una idea como la independencia, sino sobretodo que el pueblo empiece a dejar claro a los políticos que no aceptará una pax romana diseñada entre los despachos de Barcelona y Madrid. Contra lo que dicen los cursis, la violencia funciona y tiene toda la legitimidad del mundo cuando defiende una idea grande, bella y por la cual valga la pena romperse la cara. Si las llamas que poblaban Barcelona esta misma noche son un simple reflejo del absurdo y de la falta de sentido y proyección de futuro que el sistema autonómico regala a nuestra juventud, la cosa no pasará de un mero bullicio que erdoganizará a España y provocará otro 155; pero si la lucha desborda esta lógica y sirve para hacernos ver a todos que los sistemas autonómicos de representación política han muerto, todo el estrés nos podrá regalar alguna que otra satisfacción.
Los altercados de estos días solamente tendrán sentido y fuerza si la población abandona a los partidos cuando les mendiguen el voto para el 10-N y promueva un cambio radical en la oligarquía política catalana. Sería muy fácil que escudásemos nuestra responsabilidad de ser motor de este cambio, puesto que somos nosotros –los que en algún que otro momento nos creímos las motos del procesismo– los que somos principales responsables de este embrollo. Los jóvenes podrán llegar a perdonarnos que nos zampáramos ciertas mentiras, pero que les utilicemos para purgar nuestras miserias ya pasaría de claro a oscuro. Alguna cosa se está gestando en las calles, pero sin una transformación en la zona de comando toda esta energía puede acabar malbaratada. Seamos conscientes de ello y actuemos, porque el tiempo pasa y el fuego alumbra las cosas y regala muchas cenizas. Pero el cultivo necesitará de una nueva política, con mucha más fuerza y con palabras que todavía uno no sabe ni enunciar.