Tengo 44 años. Nací en Beni-Sidel, un pueblo de la provincia de Nador, en Marruecos. De adolescente me aparté un poquito de mis orígenes, pero desde que enteramos allí a nuestro padre, en 2016, vuelvo a menudo, y ahora me encanta pasear por Casablanca y Tetuán. Llegué a Catalunya cuando tenía siete años. Soy psicólogo y escritor. Me interesa la escritura como herramienta de búsqueda de la propia identidad y como forma de configurar la de los otros. A los pacientes los quiero mucho, porque me cuentan su vida y se sinceran en su dolor: con ellos tengo un vínculo diferente de la amistad, porque me los escucho desde el lugar que me toca, para ayudarles. La psicología y la literatura tienen un vínculo común: las historias que, bien contadas, pueden curar. He publicado novelas (Límites y fronteras, No) y también ensayo (Cartes al meu fill, un català de soca-rel, gairebé). En la foto de Whatsapp tengo el dibujo de un diván muy bonito que me hizo la colega arte terapeuta Carolina Bortheiry.
He cumplido los cuarenta hace poco. Todo me parece una puta mierda. Necesito terapia.
A los cuarenta te das cuenta de que la vida es una mierda, pero una mierda que vale mucho la pena vivir. Si atendemos a las estadísticas de edad en un país como el nuestro, los cuarenta conforman justo la mitad de la vida. Por tanto, te guste o no, cuando cumples cuarenta te das cuenta de que esto va en serio, que hay problemas que has guardado en un cajón y que ahora debes afrontar, que los proyectos individuales son importantes y que el cuerpo no siempre te acompaña como querrías. La crisis de los cuarenta se parece en cierta medida a la adolescencia: el cuerpo cambia, manifestándose en forma de barriga, de dolores musculares. De hecho, es justo ahora cuando te das cuenta de la existencia del cuerpo: cuando pierde vigor.
Mi cuerpo se ha vuelto un límite.
Todavía es más radical que esto, porque el cuerpo se convierte en una metáfora más amplia, porque te das cuenta de que todo tiene un límite. Al cuerpo hay que cuidarlo, porque no es ilimitado, pero la vida tampoco. Poner límites, por ejemplo, es asumir que no siempre debes hacer lo que los otros quieren, que no siempre debes estar sometido a unos horarios laborales injustos, que no siempre debes acatar lo que se espera de ti. En este sentido, también es mejor que la adolescencia, que es un momento de andar perdido por el mundo, de moverte en una especie de ensayo-error constante, en el que tienes ideales que acaban de florecer (y que los adolescentes, lo cual es bueno, defienden con mucha vehemencia). Ahora, a los cuarenta, los ideales ya cobran una forma mucho menos ingenua.
Pero nos volvemos gilipollas y acabamos practicando running.
Existen dos formas de afrontar la corporalidad. La más adolescente implica intentar sobrepasarlo, en una suerte de concurso para forzarlo. Pero también existe la opción de, simplemente, cuidarlo. No toda la gente que corre lo hace porque no acepte su edad. El cuerpo te conecta con tu realidad y te pide movimiento, que hagas algo, que empieces a cuidarlo. Yo, por ejemplo, soy muy vago para el deporte: probé la natación y el pádel con los amigos, a pesar de que después de los partidos de una horita nos pasásemos pimplando cervezas durante el triple de tiempo, lo cual no acababa de funcionar. Ahora me conformo con ir a pie de casa a mi despacho y viceversa.
“Una persona que sea consciente de su aburrimiento ya es menos aburrida”
Te das cuenta de que eres una persona mucho menos especial (y más aburrida) de lo que esperabas.
Si fueras mi paciente y me dijeses esto te respondería: “¡Vamos bien!”. Porque una persona que sea consciente de su aburrimiento ya es menos aburrida. Sólo puedes luchar contra tus límites si te das cuenta de ellos, si te has parado a reflexionar. Si tú vinieras a mi consulta, con cuarenta o con sesenta años, y me dijeses que todavía eres joven (y que haces actividades, te vistes o piensas “como los jóvenes”) entonces sí que tendrías un grave problema, porque estarías perdiéndote tu “ahora”. Este tipo de aburrimiento que dices es positivo, porque acaba con el narcisismo infantil: te das cuenta de que todos somos más iguales de lo que parece y justamente por ello esta época de madurez acostumbra a venir acompañada de un redescubrimiento de la amistad. Porque los amigos son un espejo perfecto: de hecho, la mayoría de ellos verás que tampoco son lo que habían pensado que serían. Yo, por ejemplo, soñaba con ser un gran escritor, y no lo soy. Pero soy un psicólogo que hace bien su trabajo y estoy contento con los libros que he escrito y del interés que han suscitado algunos. Eso es lo más positivo de cumplir los cuarenta: convivir con la realidad y aceptarla. Eso no es resignarse: es dar forma a tus sueños.
Ejercer de amigo no sólo es bonito, resulta muy útil.
Fíjate que no tenemos amigos porque nos sea útil, pero la amistad sí que acaba siendo un vínculo muy útil para todo el mundo. Sin la amistad pierdes una gran parte del mundo, porque sin darte a otro (y los pacientes que tienen problemas de soledad sufren muchísimo, pobrecitos) no puedes decir que hayas vivido plenamente. ¿Por qué necesito un amigo? Esta es una pregunta demasiado utilitaria, terrible, porque cuando ayudas a un amigo, y sufres con él, este sufrimiento que tú has acogido algún día también lo podrás entregar a alguien. Es en ese sentido que un amigo, también para compartir placeres más frívolos y olvidarte de tus problemas, siempre es necesario.
Follar. Qué ganas, pero qué pereza.
De nuevo, si lo comparas con la adolescencia, el acto de seducción cuando uno es joven está mucho más pautado: tienes las discotecas, los bares.. pero ahora esto del cortejo te roba mucho tiempo que podrías dedicar al trabajo, los amigos. En cambio, ¡el vigor sexual lo tienes igual que siempre o incluso más! En este sentido, debes intentar llevar esta energía a otros ámbitos de tu vida. Si gastáramos toda la potencia que albergamos sólo en el sexo también acabaríamos mal. De hecho, ¡si lo reduces todo a las demandas de esta cosa que te cuelga entre las piernas sí que acabarías aburrido! Hay que intentar conducir el vigor a aspectos que te den más seguridad, porque ésta sí que es una ventaja de los cuarenta. En el ámbito del curro, por ejemplo, será probablemente el mejor estadio de tu vida. Yo ahora disfruto como nunca trabajando. Debo cuidarme más, dosificarme y mirar que no acabar quemado, pero soy un psicólogo muy feliz.
No quiero hijos. ¿Es grave?
En absoluto. Mira, yo vengo de una sociedad en que la vida era ―y es― tremendamente pautada: debes hacer las cosas “de una forma”, pensarlas “siguiendo una norma”, etcétera. Eso resulta muy cómodo, porque tienes poco margen de elección y todo muy regulado. Pero aquí podemos ser un poquito más libres. Ello, no obstante, implica otros problemas: en la novela No traté el tema de la neurosis relacionada con el pavor a la libertad. Su protagonista dice no querer hijos, pero no para de tener relaciones sin preservativo con muchas mujeres, y uno no sabe hasta qué punto su negación es auténtica. El peso de la libertad afecta mucho al individuo y nuestra cultura “superyoica” nos puede mover a buscar pareja o a tener hijos por inercia. Pero cuando uno encuentra su propia voz se da cuenta de que no hay problema en no seguir una determinada norma.
La crisis de los cuarenta no es femenina.
Las crisis son un fenómeno cultural del que no escapa nadie, porque somos lo que hemos mamado y las sociedades donde vivimos: en ese sentido, las mujeres también son sensibles y perciben muchísimo el paso del tiempo, en aspectos como la relación con el propio cuerpo, que a su vez también afectan a la idea de que una mujer tiene del deseo o de la sexualidad. La mujer, y esto también tiene un punto de vista más cultural, sufre más la fuerza de lo superyoico, de todo aquello que nos han enseñado, del peso de la cultura. El súperyó es aquello que la cultura nos manda hacer, y siempre tiene un peso superior en el caso de la feminidad. Ahora vivimos en una sociedad liberada y las crisis aparecen no tanto por la represión, como en la era victoriana de Freud, como por la agresividad: una crisis como la de los cuarenta también puede implicar una cierta rebelión, porque también luchas contra lo que la cultura espera de ti.
Tenemos demasiado miedo a la ira
Exijo el derecho a la ira.
Esto me interesa muchísimo, porque la sociedad nos vende siempre que la ira, o la agresividad, es un sentimiento negativo. En la consulta tengo a mucha gente cabreada, con ganas de cargárselo todo. Y yo siempre les digo que no pasa nada, ¡porque estar enfadado no es sinónimo de quemarlo todo! ¡Desear cargarse a alguien no implica necesariamente matarlo! ¡Es muy sano cagarse en dios, por ejemplo! La gente se siente así en un entorno social donde impera lo políticamente correcto: y uno debe entender que la agresividad no genera necesariamente violencia. Sin un poco de mala leche no podemos vivir. De hecho, una de las constantes más grandes que yo veo en los pacientes es el temor a la ira, porque uno la asocia con la agresión, la negatividad. Pero la ira es como la sal en un guiso: demasiada lo hace infumable, pero si hay poca resulta soso. La gente intenta obviar los sentimientos que tienen mala prensa. ¡Tú no puedes cargarte a tu pareja por celos! Pero tiene mucha más posibilidad de hacerlo alguien que no es consciente de su propia celosía que no alguien que sabe que sufre por ello. Si siento celos, o envidia, eso no implica que sea mala persona.