El pasado veintitrés de mayo, el escritor Quim Monzó titulaba su columna en La Vanguardia con uno babilónico "Este mundo ya no es el mío". A pesar de dedicarla a un fenómeno aparentemente banal como es la decoración de interiores en la era post-Covid-19 (en ocasión de un reportaje aparecido en la revista ¡Hola!), días después la glosa llamaba la atención de la también escritora y periodista Mercè Ibarz, la primera liebre sagaz de la tribu en hacerse eco del posterior y enigmático silencio de Monzó en el diario de Godó, Grande de España, un mutis que Ibarz aprovechaba para remarcar la esencial contribución del barcelonés a la literatura catalana ("Monzó. Essencials, 9." Vilaweb, 5/6/20). Ante la posibilidad de una retirada periodística, aunque en el escrito no se despedía en ningún momento de los lectores, algunos colegas de la culturita se agarraron a Twitter para ejercitar el feliz arte de la hipótesis, basculando entre la tristeza de tener que prescindir de una de las facetas troncales de la escritura monzoniana, a la alegría de pensar que Quim, liberado de su columna, podría tener más tiempo para dedicarse a la narrativa. Mi amigo Abel Cutillas intentaba inscribir el gesto a un presente cultural falto de incentivos.

El ruido de los tuits provocó un nuevo escrito de Ibarz en Vilaweb ("Monzó entre voltors", 3/7/20), en que la escritora reprobaba a los temerarios que, con una obra literaria menor, juzgaban el silencio de Monzó como si el autor ya estuviera muerto y la huella gigantesca de Quim se tuviera que adaptar a la pequeñez moral y literaria de cualquiera. Servidor, nostálgico de los silencios de la fase cero, piensa con Ibarz que eso de enmudecer, de las retiradas y de las pausas es un asunto personal que requiere mucho más respeto que voyeurismo. Que Monzó ha hecho mucho más por la lengua y la literatura catalana que la mayoría de sus comentaristas y detractores (incluyo su periodismo, ya que sólo los pueblos bárbaros lo excluyen del canon literario) está fuera de cualquier discusión. Pero, más allá de la barbarie típica del estrés tuitero, opino también que la salud de una cultura pasa por inscribir los gestos y la evolución de la obra de un escritor al presente existencial del país. Pienso, en definitiva, que no hay nada pornográfico al tratar el silencio monzoniano, sea definitivo o no, como un estadio esencial de la obra del autor. Porque, en lo literario y en lo cotidiano, lo sabemos de sobra, callar nunca es un acto enteramente banal.

De hecho, en un escrito genial sobre Monzó aparecido en el primer ejemplar de la revista Carn de Cap (“Una tesi kinbotiana”), el escritor Borja Bagunyà ya releía los cuentos de El mejor de los mundos (2001) como un sumatorio biográfico de las razones por las que ya no valía la pena seguir escribiendo, una tesis según la cual Monzó habría firmado una forma de muerte-en-vida-literaria, "la de aquel escritor que ya no tiene nada más que decir y, aún así, sigue diciendo, condenado a repetir lo mismo que ya ha hecho una vez y otra, ya no como tragedia, sino como farsa." Con la tesis de Bagunyà todavía viva en mi recuerdo, cuando me enteré de la pausa de Monzó en La Vanguardia (lo confieso, hace tiempo que no leo los diarios de la tribu y los últimos años me he zampado bien pocas de sus columnas) me sorprendí del hecho de que el paro periodístico hubiera hecho mucho más ruido que este apocalipsis literario autoinducido que Borja describe con tanta maestría. Hay que insistir de nuevo en el hecho de que la hipótesis de un suicidio en vida o en un progresivo solipsismo no implica el escarnio de un autor; al contrario, escritos como los de Bagunyà son la mejor forma de homenajear a Monzó, lejos del proceso de santificación líquida en el cual acaba cayendo la Ibarz.

A su vez, tampoco habría nada de tiquismiquis en subsumir la última obra periodística de Monzó en La Vanguardia en esta especie de soplo agónico de un autor que haría de epígono de él mismo huyendo del presente político y literario catalán, para refugiarse en una especie de crítica cultural de fenómenos curiosos, a saber, de todo aquello que Monzó ha ido pescado vorazmente, fruto de su inmensa curiosidad, en la prensa internacional. A cualquier hermeneuta que repescara la obra literaria de Monzó en La Vanguardia le sorprendería el hecho incuestionable de ver como elude uno de los presentes políticos de más turbulencia en toda la historia de Catalunya como si eso del procés no fuera con él o como si hubiera anticipado la farsa. Monzó puede escribir de lo que le complazca, sólo faltaría, pero no hay que ser el hermano mellizo de Roman Jakobson para darse cuenta de la castración que implica la disparidad entre un país en llamas y un escritor que se lo mira todo al bies mientras intenta sacar jugo al wasabi emulsionado o a los semáforos igualitarios LGTBI. Todo eso son preguntas que pueden molestar a los biempensantes, y de aquí su cadencia. De hecho, que La Vanguardia siempre ha querido enterrar nuestra literatura tampoco es un hallazgo.

Analizar la obra periodística de Monzó como una especie de renuncia a la narrativa tampoco es forzado si pensamos en la voz del autor, que ha escudado el hecho de no publicar cuentos en su columna casi diaria, en el cabreo que le produce ver sus libros pirateados y también en la existencia de una obra anterior con la que el lector todavía tiene muchas horas para entretenerse. Esta es una argumentación torpe en la cual el mismo autor tiene todo el derecho a apelar, visto que sólo faltaría que Monzó, aparte de su enorme esfuerzo literario, ¡tenga que hacer de hermeneuta de la propia obra y de psicólogo de sus lectores! Pero eso no excluye, insisto, en que tengamos que analizar el silencio monzoniano o cualquiera de las pausas del autor como un síntoma literario-social-político que va más allá de una rabieta. Esta, insisto hasta la náusea, es la mejor forma de tomarse seriamente una obra primordial para la literatura catalana. Si perpetrar este crimen nos hace más sagaces o no, eso lo tiene que evaluar la crítica de la crítica, un hecho sanísimo y dialogal que es habitual en otras culturas del mundo y que a la tribu, demasiado acostumbrada al mundo de las reseñas donde no se dice nada, todavía da demasiado pavor.

Compañeros, no rehuyamos la crítica. Poned día y hora, que todo el mundo haga los deberes, hablemos del silencio monzoniano haciendo honor al autor y releamos los últimos trece años de Quim con la riqueza analítica que merecen. Y tú, señor Premi d'Honor, haz lo que te salga de las narices, que te lo has ganado. Porque nosotros también lo haremos.