Después de que muchos espíritus malignos anunciaran una mezcla de holocausto y de lucha enfangada, el pasado 21-D acabó siendo lo que toda la vida hemos denominado un día festivo. El colapso de automóviles que había pedido la ANC no solo devino ficticio, sino que las carreteras de la tribu presentaban un silencio fantasmal digno de algunas autopistas madrileñas de pago. Hartos de la teatralización de unos y otros para tensionarnos innecesariamente la vida y de que todo acabe en nada, muchos conciudadanos decidieron celebrar la república y el ocaso del régimen del 78 cascándose un arrocito en el Empordà, y obraron santamente. Fijaos si somos civilizados los catalanes que el único colapso que vivió Barcelona fue el de la noche anterior a la barbarie, cuando la gente se apresuraba en pirar alegremente de la ciudad: el día después, ya lo sabéis, no podías ni depositar un cubo de basura en la calle sin que te amonestara una abuelita gruñona para recordarte que somos una gente súper de paz y sin ganas de molestar a nadie.
Gracias a la fabulosa y genial estrategia de ampliar la base que inventaron los líderes indepes, con el añadido de una bajada de tensión política digna de un diabético, las movilizaciones populares del independentismo han vuelto a tener una convocatoria digna de la época anterior al procés. Yo que nunca he sido amigo de reivindicar cosas sobre el asfalto ni con pancartas lo vivo todo con una alegría desbordante, porque cuando uno escucha a Joan Tardà justificando votar el techo de gasto a los sociatas escudándose en que la cosa ayuda a “poner lubricante en la maquinaria del diálogo” o a la consellera Artadi diciendo que el president Torra y Sánchez han negociado “un pacto para desfranquizar España” pues, Jesusito mío, lo menos que uno puede hacer es pimplarse un vinito en el balcón de casa. Eso de la lubricación, Joan, me regala metáforas anales demasiado soeces, pero desfranquizar, Elsa, eso sí que me ha llegado al corazón. Ahora ya podré escribir destorrizar o infrajunquerizar sin miedo a cometer fechoría ortográfica alguna.
Resulta normal que, en este contexto de delirio lingüístico, el president Torra quisiera estar a la altura de tanta bajada de pantalones y acabase firmando un comunicado (en español, porque aquí hasta la lengua está en venta) donde se afirmaba la necesidad de encontrar una solución política en el marco “de la seguridad jurídica”, lo cual, para que todos lo entiendan, implica continuar bajo el yugo de la legalidad española. No me extraña que Pedro Sánchez respondiera a tanta pleitesía sacándose de la chistera el cambio de nombre del aeropuerto de El Prat, y que visto que se trataba de mearse en nuestra cara le regale el nombre de un president que renunció a la independencia a cambio de restaurar una Generalitat autonómica e intervenida para salvar así su patológico narcisismo al precio de unas migajas. Es tristísimo, pero cada día es más claro que, a ojos de los españoles y en poco menos de un año, hemos pasado de ser un desafío a un objeto de compasión que hasta provoca carcajadas.
Tal como ha ido la cosa, y vista la rendición humillante de nuestro Govern, a servidor ya no le queda ni un átomo de ánimo para reclamar elecciones al Parlament. Si todo debe continuar igual, me contentaría con pedirle a Pedro Sánchez que vuelva a Barcelona cada 21-D o incluso más a menudo, porque un festivo sin peña en la calle resulta óptimo para pasear y acabar concretando las adquisiciones previas a las horripilantes ingestas navideñas. Ven más a menudo, Pedro, porque el viernes pasado este país sí fue, aunque solo durante veinticuatro horas, una auténtica Dinamarca del sur.