A pesar de su derrota contra Joe Biden y el consecuente escarnio que acostumbra a implicar pasar a la historia como one term president, Donald Trump ha demostrado encarnar un movimiento político de una gran robustez electoral. De hecho, al cuadragésimoquinto presidente de los Estados Unidos nunca le ha dado pereza reivindicarse como un activista conservador que había caído en la red del poder ejecutivo como por casualidad, mientras no perdía ocasión para exhibir una poco disimulada desgana de carretear el simbolismo de su cargo, la grandeur del despacho Oval y toda la mandanga. Durante el agónico recuento de votos de estas elecciones, Trump continuaba mucho más ocupado en defender su particular lucha contra el establishment y a erigirse líder de un movimiento alternativo a la burocracia de Washington que en preservar la dignidad institucional de la presidencia.
Trump ha gobernado para los suyos y cabe decir que, contra lo que acostumbra a pasar, ha sido muy fiel a todas las amenazas que había incluido en su programa electoral, incluida la apuesta por el aislacionismo económico y una escasísima presencia (¡casi insólita!) de los Estados Unidos en conflictos internacionales. Que Joe Biden haya alcanzado la presidencia en el auge del trumpismo tiene un mérito incontestable, pensando sobre todo que el demócrata es la representación viva con más senectud de la casta senatorial norteamericana. Escogiéndolo, la mayoría de electores yanquis han dado una última oportunidad a su sistema político, administrativo y funcionarial, pero lo han hecho de una forma tan agónica y con tanta poca motivación (básicamente, el incentivo era echar a the Donald) que podrían haber dado el golpe de gracia a su propio sistema. Trump se marcha, es cierto, pero el trumpismo todavía es una realidad con solidez.
De hecho, se esté o no de acuerdo con sus postulados ideológicos y con su forma de hacer política, Trump se ha convertido en el vehículo perfecto para toda aquella ciudadanía que ponía en duda no sólo los pilares del sistema político imperante a la mayoría de países de Occidente y a sus consecuentes relaciones multilaterales, sino también a la tradicional forma de narrar la política en términos de partitocracia a los medios de comunicación de siempre. Mientras Trump ha encarnado muy bien el malestar contra el sistema (me resisto a utilizar el término antipolítica, pues no hay actitud pública que escape el universo del político), Biden es su espejo perfecto en el ámbito de la burocracia: Trump ha sido capaz de defender cualquier cosa para salirse con la suya y Biden encarna una vida política donde ha mantenido tantas posiciones y ha tenido tantos papeles en el el reparto del poder que da igual qué defienda.
No hay nada que alimente más el trumpismo que la pedantería de los que resumen este movimiento político de gran complejidad colgándole la etiqueta de idiota y de fundamentalista
Que Joe Biden, en definitiva, haya alcanzado el poder blandiendo el estandarte de la izquierda norteamericana, imponiéndose a candidatos con más carácter ideológico como Bernie Sanders simplemente por su mayor peso en la estructura de poder del partido demócrata, certifica la crisis radical del progresismo norteamericano. A su vez, que haya llegado a la Casa Blanca sin deshacerse de su sobrenombre Uncle Joe, apoyándose únicamente en el hecho de ser una imagen vetusta del museo de cera del imaginario de los norteamericanos, hace patente que su fuente de poder, por mucho cargo que ocupe, es de una naturaleza emocional y espumosa mucho menos sólida que la del liderazgo que todavía pervive en Donald Trump. La victoria póstuma del 45, en definitiva, ha sido seguir mostrando a los suyos cómo el sistema tradicional del poder es algo que se aguanta con pinzas y que todavía puede hacerse tambalear.
Hace unos días, en la tertulia de El Món a Rac1, tuve el privilegio de discutirme amablemente con John Carlin cuando este periodista se refirió a los millones de votantes de Trump como unos idiotas con los cables cortocircuitados. Me enfurecí no porque defienda los postulados políticos de Trump, sino precisamente porque no hay nada que alimente más el trumpismo que la pedantería de los que resumen este movimiento político de gran complejidad colgándole la etiqueta de idiota y de fundamentalista. Es la misma actitud que tuvo la izquierda francesa con el Frente Nacional, el sanchismo político con VOX y parte del progresismo europeo con el auge del conservadurismo radical que ha anidado los últimos lustros en el continente y que, como puede entender todo el mundo, utiliza la pedantería progre como un combustible para inflamarse. Ni el trumpismo, ni ninguna cosa que se le parezca, se puede explicar únicamente como un grupo de idiotas con el corazón inflamado.
La historia se expresa mucho más allá de los resultados electorales o de las contingencias gubernamentales y, si vamos al detalle, Donald Trump ha creado una marca con una pervivencia muy superior a la del poder burocrático que, de forma agónica, ha conseguido destronarlo. Porque Trump no quería la presidencia, sino algo más, y es este "algo más" tan difícil de averiguar donde diría que todavía reina bien feliz, como un matón. Vayamos con cuidado, porque el trumpismo ha parido a bastantes hijos, y los tenemos muy cerca. Y no, no son un grupo de idiotas.