La caprichosa providencia de la actualidad ha hecho coincidir el juicio al antiguo presidente de la cosa futbolera española, Luis Rubiales, con el suave magreo que la jugadora culé Mapi León regaló a la perica Daniela Caracas en el último derbi. El machismo ibérico se ha apresurado a proferir argumentos de saltimbanqui, equiparando el muac labial que Rubiales estampó a Jenni Hermoso con la caricia provocadora que —siempre presuntamente— nuestra Mapi propinó a Caracas para defender su posición antes del lanzamiento de un córner. Evidentemente, resulta cretino poner en la misma balanza una escena que ocurre entre un superior jerárquico y una jugadora, filmada a plena luz en el podio de una entrega de premios, a una disputa más que típica entre dos colegas de profesión (y género) imbuidas por la adrenalina del césped y que tiene toda la pinta de suceder cien veces en cada partido.
A su vez, también existe una distancia sideral entre la reacción de Rubiales y su tropa de secuaces para presionar y desacreditar a Jenni Hermoso y la conducta impecable del Barça y Mapi León, que emitieron un rapidísimo comunicado negando que le hubiera pasado la mano por el chichi (el golpecito, dice, se dirigió a la pierna) y condenando el escarnio que la jugadora españolista recibió en las redes. En torno a esta polémica, los enfermos más veteranos del balón no pudimos evitar recordar esa mítica tocada de bolas que Míchel le regaló al jugador del Valladolid Carlos Valderrama en el año 1991, escena no sancionada que causó más jocosidad que indignación; de hecho, años después y coincidiendo con una campaña para la prevención del cáncer, Valderrama agradeció a Míchel que le hiciera una exploración testicular gratis, pues así había manifestado el óptimo estado de sus cojones.
Muchos hombres incluso pensamos que hasta resultaba positivo que, dentro del universo del fútbol femenino, se empezaran a reproducir algunos comportamientos antropológicamente destinados a los hombres
En un tiempo histórico bastante corto, y gracias, en parte, al auge del deporte femenino, las relaciones entre hombres y mujeres han sufrido una transformación sideral. De hecho, ahora que estoy a medio camino de mi existencia, diría que las dos revoluciones más definitorias que han vivido mis ojos son la cultura virtual de la red y la (práctica) globalización del feminismo. Mientras que ha sido fácil adaptarse a la primera, porque el entretenimiento siempre tiene algo de banal, el intercambio-equilibrio de poder entre hombres y mujeres resulta mucho más difícil de digerir para la mayoría de machos occidentales. Por mucho que nos pese admitirlo y por mucho que la mayoría de mis coetáneos se hagan los deconstruidos, eso de dar un beso a una subordinada en un momento de éxtasis victorioso nos parece una mandanga en la que no hay para tanto. Rubiales puede caernos como el culo, pero su conducta es algo que podríamos haber hecho casi todos.
A su vez, cuando vimos las imágenes (difíciles de averiguar en el detalle, ciertamente) de Mapi León dándole un toquecito al bollo de Caracas y añadiendo el comentario "¿tienes picha"?, a la mayoría de nosotros se nos escapó una sonrisa enternecedora. De hecho, puestos a ser sinceros, muchos hombres incluso pensamos que hasta resultaba positivo que, dentro del universo del fútbol femenino, se empezaran a reproducir algunos comportamientos antropológicamente destinados a los hombres. Pero los cambios revolucionarios representan un cisma moral, y yo entiendo perfectamente que todo lo que a nosotros nos parezca una coña propia de una situación particular, a la mayoría de jóvenes de nuestro entorno cultural se les aparezca como una agresión. Este es un cambio irreversible, e importa un pepino si nos acostumbramos a él o no; de hecho, la gran mutación es que, a la mayoría de mujeres, lo que yo pueda opinar sobre el asunto les suda mucho la pepita.
Al límite, los cambios relacionales entre individuos funcionan mucho más por imposición que por sugestión. Por mucho que nos pese o nos dé pereza, se ha producido un cambio en nuestra aproximación a la feminidad que ya no controlamos, y las mujeres tienen todo el derecho a imponerla, por mucho que nosotros lo excusemos en nombre del "no hay para tanto". Contrariamente a lo que opinaba Aristóteles, la política es algo que va mucho antes de la moral, y el cambio político fundamental que tenemos que afrontar los hombres es que ya no tenemos la exclusividad hermenéutica de nuestros choques corporales con las mujeres. Esto tiene consecuencias más banales, como cambiar los dos besos por el apretón de manos antes de saludar a una señora, o más importantes, como reservarnos los morreos para cuando saludemos a nuestros amigos actores.
Por dentro, no obstante, hemos cambiado muy poco. A pesar de todo, si alguna vez nos toca entregar medallas, solo haremos un choque de manos a las premiadas y, si repasamos el vídeo del "¿tienes picha?" en la tele, nos limitaremos a ponernos serios o circunspectos, diciendo a nuestras parejas que "esto no se le hace a una compañera, porque hace mucho daño a la causa feminista". Y todos contentos, tú.