Hay gente que cree que para leer poesía hace falta sentarse en una butaca, servirse un whisky añejo de catorce años en un vaso ancho con hielo y acariciar un gato persa, por eso el otro día me hizo tan feliz pasarme de parada en el metro por culpa de un poema de Blanca Llum Vidal, premio Carles Riba 2024 con Tan bonica i tirana (Proa, 2025). Se titula Ara, pero a pesar de este título, el poema me secuestró tanto el presente que cuando levanté los ojos de la página para bajar en Sagrada Familia resulta que ya estaba en Encants. El texto habla del instante preciso del enamoramiento en que parece que en el mundo no haya nada más que el deseo hacia el otro. Es decir, cuando de repente no importa la angustia para pagar el alquiler o los mails de trabajo acumulados, sino solo aquellas mariposas en el estómago que tienen la picardía de un juego de niños y, a la vez, la intensidad de una tormenta de agosto.

"Ara que el mot se m’escapa feliç i una mica més boig", dice el poema, pero mientras lo leía pensaba en todas las palabras que se esconden bajo el deseo, desde la locura al arrapo pasando por el deslumbramiento, la desazón o la fogosidad. Todos son cosas que duran poco, pero que por lo poco que duran, se hacen tan difíciles de olvidar como un buen poema. Si los versos me atraparon es porque siempre he creído que la magia de la poesía es esta, supongo: tener la capacidad de codificar con pocas palabras todas las sinapsis que nos electrifican el alma, y además hacerlo con el testigo de unas palabras que al día siguiente del deseo, cuando el fuego sea ya brasa o el ansia se convierta en medida, nos permita revivir con una lectura aquel instante preciso que ya no es, pero que llevamos gravado dentro, como un tatuaje hecho de versos bajo la piel.

Cuando bajé del metro, rápidamente hice una foto del poema y lo envié a unas cuantas amistades. Muchas me respondieron con el emoticono de dos manos haciendo un corazón, seguramente porque se trata de un texto poniendo palabras a lo que todo el mundo ha sentido, como mínimo, alguna vez a la vida. También, sin embargo, porque no parece un poema. "Podría ser un post de Instagram escrito deprisa", me dijo una amiga, ya que el libro resulta que está escrito en prosa. No le hace falta la métrica del verso, sin embargo, ya que si alguna cosa me fascina de Blanca Llum Vidal es la musicalidad inherente en todo aquello que escribe. Hay tanta corchea soterrada en sus palabras que, de hecho, no me da vergüenza confesar que de ella lo leería todo y en voz alta, ya que sospecho que incluso en su lista de la compra las berenjenas, los yogures y el champú bailan con la cadencia de un alejandrino formado por tres hemistiquios.

En otro poema dice que "has vingut a espiar el sofregit recremat", y en otro que la piel es "la creu de terme evident", pero la gracia del libro no solo es esta enumeración de imágenes en cada texto no versificado, sino que la sucesión de ellas se convierta en un scroll continuo para todas las fases del deseo. Nos guste o no, también la literatura catalana será instagrameable o no será, por eso me alegra que en la era de los vídeos breves de TikTok y de los textos descontextualizados que la gente cuelga en los storys, nuestras letras vivan un extraño fenómeno de simetría literaria: la poesía vive escondida en la narrativa, mientras que la narrativa vive escondida en la poesía. No se entendería, sino, que haya un montón de gente poniendo like a fragmentos de novelas de Irene Solà, Pol Guasch o Eva Baltasar que no son interesantes por el contenido narrativo que contienen, sino por la musicalidad de las frases, los recursos retóricos desplegados en tres líneas o el ingenio lingüístico con que están escritos.

No es casualidad, por lo tanto, que un galardón como el Carles Riba haya premiado un libro en prosa, como tampoco resulta extraño que el mejor libro de poemas del 2024 sea Arnau (Proa, 2024), una epopeya barcelonesa que es en realidad una novela escrita en verso. El autor es Adrià Targa, ganador de los Juegos Florales de Barcelona 2024 y que comparte tres cosas con Blanca Llum Vidal: su obra también habla del deseo, los versos de su libro también corren con éxito por Twitter e, igual que ella, escribe embriagado de nuestra tradición. En las obras de los dos resuenan las voces de Maragall, Víctor Català, Ferrater o Rodoreda, por eso sus poemas parecen escritos aparentemente a chorro, pero en realidad poetizan el hecho vivido con el filtro de mil lecturas hechas.

Hay un momento del libro en que Targa le hace decir a Arnau que "Què som, sinó un esquitx, sinó l'escuma de l'infinit?", y automáticamente el Narrador protesta diciéndole que "no te'ns posis poeta, Arnau" para recomendarle que disfrute "d'aquesta dansa sense pensar gaire". No sé si es porque la historia de Arnau nos invita a disfrutar de la poesía sin tener que rompernos los cuernos, o quizás es por esta rima que engancha, pero parece que el libro gusta a los lectores que nunca hasta ahora se habían acercado mucho a un poemario, y eso es lo más importante. El año 2025, sí, leer poesía ya no reclama una butaca, ni un vaso de whisky, ni por descontado un gato. Reclama, simplemente, tener buenos poetas que consigan escribir con la delicadeza de quien destina cinco meses a corregir un verso y, a la vez, tiene el talento de vestirlo con la fuerza de quien se hace un poema encima. Sea en verso o sea en prosa, sea para poetizar el ahora o la espuma del infinito, ya que eso no importa y tiene razón Blanca Llum Vidal: abrir un libro de poemas también puede ser sinónimo de adentrarse en un universo donde "els peus se me'n van del camí perquè anar recte fa mandra" y donde, sobre todo, "el desig a vegades no esclafa i es pot encendre tranquil".