No he visto Escape Room. Ni la 1 ni la 2. Espero que Joel Joan y compañía me perdonen. Pero sí he estado en el más infernal de todos. Existen varias franquicias repartidas por el mundo. Yo, por proximidad, fui a la de Sabadell. Quería una silla de escritorio. Y me dijeron, si hombre, ve al IKEA. ¿Ve al IKEA? Si hombre, hay de todo, insistieron. Y hay tanto de todo, que las tiendas —basta con pasar por fuera— son moles azules enormes... y laberínticas. Sí, seguro que el lector ya lo sabe, porque se ve que todo el mundo ha estado en IKEA. Pero no era mi caso hasta estas Navidades. Y no sabía la suerte que tenía.
Y ya sé que no soy el primero que lo cuenta, pero hasta ahora no le había prestado atención, ya me perdonarán. En IKEA es fácil entrar, pero salir ya es otra historia. Hasta el punto de que, no os engaño, la situación puede provocarte angustia. Tenía que haberlo sospechado cuando me dijeron, tú sigue las flechas. ¿Las flechas? Vale, dije. Pero como odio que me digan qué debo hacer, como sería incapaz de seguir las rayas pintadas que les ponen a los cruceristas, quise ser más listo que los millones de personas que estaban ahí dentro y tirar por la calle del medio. Pensé, no será tan difícil. Vas a la parte de las sillas de oficina y buscas la salida directamente y a tomar viento las flechas. ¿A tomar viento las flechas? Al cabo de cinco minutos me había perdido y empecé a seguir flechas como un poseso. Y ya no me importaba la silla y solo quería huir de ahí como fuera. Pero, claro, hay un momento en el que vas a parar a las sillas. Y, ya puestos, seguí las instrucciones —que desconocía— de apuntar la referencia de la maldita, por decirlo suave, silla. Ahora, lo cierto es que no tenía ninguna intención de comprar la dichosa (para seguir suave) silla a esos psicópatas. Dicen —tampoco lo sabía— que venden albóndigas. Y algunos clientes sospechan que las hacen con la gente que no sale.
Cuando un cliente llega a la zona final de recogida está tan cansado que ya solo quiere pagar y largarse
Leo que los laberintos circulares fueron creados por los antiguos griegos y egipcios, y que los romanos acabaron adaptándolos y haciéndolos cuadrados, pero la idea es la misma: que solo un camino lleve a la salida. En IKEA, el diseño es exactamente esto, pero más complicado. Te pasas todo el rato haciendo zigzag, y dicen que los responsables de cada tienda aplican cambios constantes de dirección. Y se ve que la idea es ir llenando el camino de estímulos, que a mí francamente no me decían nada, porque solo quería huir, pero que debe funcionar, por supuesto.
Lo cierto es que llegué casi al final. A un almacén que es lo que más me impresionó. Era como esa arca de la alianza de Indiana Jones. Y quizá por eso decidí buscar mi silla. O quizás porque, según un estudio de 2011, cuando un cliente llega a la zona final de recogida está tan cansado que ya solo quiere pagar y largarse. Algo que hice yo, que en realidad solo había ido a comparar precios, pero acabé cargando la silla, que pesaba como un muerto, porque pensé, a ver si después de todo este trabajo, saldré sin nada. Los expertos hablan de fatiga de la decisión, un principio psicológico según el cual este tipo de tiendas minan tu resistencia y tu moral y te lo minan todo, y logran que tomes las peores decisiones posibles. Solo recuerdo que cuando salí, el Barça aún no había podido inscribir a Dani Olmo.
Ingvar Kamprad, el fundador de la cosa, murió enterrado en dinero. Y a sus herederos no les deseo ningún mal. Pero si alguna vez me los encuentro, me gustaría hacerles una pregunta: ¿qué les parecería que el día que tuvieran algún problema de salud, el médico les diera un mapa para encontrar el quirófano, unas instrucciones y un bisturí para extirparse ellos mismos, no sé, un juanete? ¿Eh? ¿Qué les parecería?