Los catalanes no tenemos rey, sin embargo... lo pagamos y, probablemente, visto el persistente agravio económico que sufrimos, debemos ser de los que más contribuimos a pagarle la bicoca. La del coronado actual, la de su familia, y la de su papá, emérito de tantos privilegios como miserias. Es decir que no tenemos rey, pero él sí que nos tiene a nosotros, y bien cogidos por el cuello, como es público y notorio.

Hago este preámbulo a raíz de una reacción que estos días he visto repetida en muchos de nuestros medios. Uno tras otro, la mayoría de los contertulios de nuestra casa que han hablado sobre las fotos chapuceras de que han circulado estos días, con Juan Carlos arrimado a la Bárbara Rey de turno —ha habido tantas que hay que especificar—, ha repetido la letanía catalanamente correcta. Ya se sabe que los catalanitos fingimos ser un poco más finos que el resto (aunque a escondidas devoramos los shows del corazón como todo el mundo), pero siempre nos gusta fingir que estas cosas no van con nosotros. Y es así como, cuando el tema ha surgido en los programas, todos los invitados que habitualmente hablan de política lo han rehuido con impostada dignidad: son cuestiones íntimas…, cosas del corazón…, otro negociado…

De ninguna manera. Los polvos reales no son una cuestión privada, sino estrictamente pública e indiscutiblemente política, no en balde sabemos que el dinero público los ha financiado. Dicho sin ambages: los polvos reales los hemos pagado nosotros. Las casas de las amantes —como la misma donde se han hecho las fotos—, los sueldos regulares a las señoras, la vidorra de viajes, suites y luxury experience, las comisiones de negocios turbios, los safaris para asesinar elefantes… Para fijarlo bien, solo a la tal Bárbara Rey el CNI le habría pagado con fondos reservados 25 millones de pesetas en una ocasión (1994), 100 millones (1997) en una segunda y 50 millones repartidos en diez años. Todo para mantener el asunto en secreto, aparte de montarle programas de TV. Con la tal Corina la cartera también se usaba con generosidad, y así iban tirando en un largo etcétera de impudicia propia de la monarquía bananera que, desde siempre, ha sido la Borbonada. No olvidemos que la hilera de escándalos borbónicos —financiera y/o carnal— es tan larga como antigua y quedó magistralmente reflejada en la famosa frase de Valle-Inclán dedicada a Alfonso XIII: "al Rey no lo echamos por Borbón, sino por ladrón".

Los polvos reales no son una cuestión privada, sino estrictamente pública e indiscutiblemente política, no en balde sabemos que el dinero público los ha financiado. Dicho sin ambages: los polvos reales los hemos pagado nosotros

Desde esta perspectiva, resulta incomprensible que estos temas no abran comisiones de investigación, ni preguntas parlamentarias, ni alboroto propio, más allá de las superficiales charlas de faldas y alegrías. ¿Por qué no pasa? Y sobre todo, por qué no ha pasado durante tantos años de abusos públicos, aunque no publicados. Es aquí donde está la madre de todas las miserias del Estado español: la servidumbre cortesana de la prensa española, cómplice directa de la impunidad con que ha actuado la familia real. Solo aquel pobre Urdangarin, que hacía de aprendiz del suegro, pagó alguna culpa, convertido en un triste chivo expiatorio. Pero para el resto la prensa —toda la prensa, no solo la del corazón—, ha conocido siempre la dimensión de los negocios del emérito, sus cuentas en paraísos fiscales, sus amistades lucrativas con emires del petrodólar, el harén de amantes que pesaban en el erario público y, decidida a llegar a la falta absoluta de pudor, su estafa a Hacienda, cosa la cual merecería un nuevo esperpento valleinclanesco. El reinado del emérito ha estado fundamentado en un gran charco de impudicia que todos los poderes del Estado han permitido y toda la prensa ha tapado, y es gracias a este blindaje indecente que ha hecho todo lo que ha hecho, y se ha enriquecido como se ha enriquecido. Enriquecimiento, por cierto, que quiere dejar a la descendencia vía Fundación, no vaya a ser que no recibieran el fruto de sus negocios oscuros.

Ahora llega el asunto de las fotos reales con la señora del circo —Bárbara de nombre, Rey de apellido y con hija de nombre Sofía, ¡en fin!—, y nuevamente la cosa queda en un "asunto privado", hasta el punto que el único motivo de preocupación de los periodistas es si esto es revelación de secretos (¡¡¡sic!!!), injurias a la corona (¡¡¡sic, sic!!!), asedio a la monarquía (¡¡¡sic, sic, sic!!!) y no sé cuántas burradas más. ¿Pero a nadie le interesa, por ejemplo, qué costaba el chalet de seiscientos metros cuadrados, con todo pagado y policialmente protegido, donde el emérito disfrutaba de las delicias barbáricas? ¿Y todo el resto de gastos millonarios de sus amantes, adecuadamente costeadas por el Estado? ¿O el chalé que le montó a la Corina al lado de la Zarzuela? ¿A nadie le preocupa el disparate de dinero que los braguetazos de este hombre han costado al erario público? Este es el tema de fondo, y, sin embargo, el virus cortesano está tan inoculado en la prensa española —cuenta la catalana en el adjetivo—, que todos se fijan en las ramas y nadie mira la podredumbre de las raíces.

Sí, queda ratificado: los polvos reales no son un asunto privado. Son un asunto tan y tan público que los hemos pagado nosotros. El resto es pura distracción.