A raíz de unos párrafos difundidos de un libro de próxima publicación, King Corp, de los periodistas José María Olmo y David Fernández, información que ya había adelantado Pilar Eyre hace un puñado de años —lo ha reconfirmado hace un par de meses— y Ernesto Ekaizer en El Periódico ha acabado de remachar dando los nombres y antecedentes de los implicados, hemos sabido que el (d)emérito Juan Carlos I tiene otra hija extramatrimonial. A pesar de un desmentido que él no firma, sino del que se hace eco El Mundo, parece que el público es más bien proclive a creer esta y otras filiaciones regias fuera del católico matrimonio. Antecedentes para creerlo sobran.
No pocos de los creadores de opinión —creadores en el sentido primigenio del término: producir cosas de la nada— y algunos inocentes han salido en defensa del abdicado —¡ya hace casi nueve años de ello!— con el argumento de que los hijos (extra)matrimoniales son un asunto que pertenece a su vida privada. Otra vez como si el arrepentido cazador de elefantes fuera una persona corriente. Obviamente, un ciudadano o ciudadana que no sea monarca por herencia puede hacer con su bragueta lo que quiera, es decir, tenerla abierta y utilizar en abundancia su carga genética, o moderar su uso o acertar siempre la ocasión no generativa.
Pero he aquí que los reyes, los monarcas que lo son por herencia, no son ciudadanos corrientes. Y no lo son por la pompa et ornamenta que los acompaña —suele acompañar también a jefes de Estado republicanos de Estados poderosos. El especificado de las monarquías hereditarias radica en un rasgo diferencial único con el resto de sistemas políticos en la selección del personal público: contradiciendo, con todo el morro del mundo, el sistema constitucional de acceso a los cargos públicos en atención al mérito y la capacidad de los candidatos, en las monarquías hereditarias se accede al trono, precisamente, por herencia. Para ser director de una televisión o de una orquesta públicas, por ejemplo, se convoca un concurso público, muchas veces, incluso, internacional. Para ser rey en una monarquía hereditaria, no. Solo hay que ser parido, en circunstancias normales, dentro de un matrimonio contraído entre un rey y una reina. No hace falta nada más. Y por si no fuera suficiente, el mérito de nacer no es propio, sino de quien trae al mundo a la criatura. El nacimiento, como es bien sabido, no atribuye ningún mérito ni ninguna capacidad. Ejemplos los hay para escoger en abundancia.
Siendo todos los hijos iguales ante la ley, la bragueta regia es más pública que nunca. No es un asunto privado la vida sentimental de los monarcas: es un asunto radicalmente público
No creo que nadie accediera a subir a un avión o a dejarse hacer un bypass por un piloto o un médico que hubiera obtenido el título por herencia, sin haber hecho nada más. En cambio, accedemos a que un sujeto sea jefe de Estado por ser quienes son sus padres.
Por si eso no fuera lo suficiente, un pequeño repaso a la Historia nos demuestra más desastres causados por la monarquía que por ningún otro sistema. Son ejemplos sanguinarias guerras, muchas intestinas y de sucesión, o por puro interés económico del monarca —socio o propietario de empresas beneficiarias o demandantes de su cobijo— y toda una legión de sátrapas con un abanico de taras y defectos, muchas veces en la misma persona: tiranos —es decir, psicópatas—, libertinos —es decir, puteros—, corruptos —es decir, ladrones—, indolentes —es decir, bobos—... y muchas más virtudes nos depara la memoria.
Por eso, decir que el tema de la filiación real extramatrimonial es un hecho privado resulta un puro oxímoron. No puede ser nunca privado el medio por el cual la monarquía se reproduce, que es el coito generador de sucesores y sucesoras. La existencia de filiación extraconyugal en una monarquía da lugar a la bastardía, ya sea fruto de una noche de pasión (o de incontinencia) o fruto de un concubinato más o menos duradero en el tiempo.
Siendo todos los hijos iguales ante la ley —ya no los hay ilegítimos y, por lo tanto, preteribles—, la bragueta regia es más pública que nunca. No es un asunto privado la vida sentimental de los monarcas: es un asunto radicalmente público. Es más, es un acto tan personal que no está sometido, por necesario al sistema, al refrendo del gobierno. De hecho, es la única obligación cierta de los monarcas hereditarios. Es más, el incumplimiento por persona interpuesta de esta, como bien sabemos, ha llevado a países enteros a los desastres con las guerras dinásticas. O sea que de privado el asunto no tiene nada.
O dicho de otra manera. Explicaciones, sí, y todas. No vale hacerse el sordo ni mirar hacia ningún otro lado ni ampararse en la irresponsabilidad constitucional. Porque, ¿qué padre o madre se puede desentender de la responsabilidad hacia sus hijos?