Ni David Broncano, ni Pablo Motos son madrileños, pero lo parecen. Broncano nació en Galicia, gran patria de excelsos nacionalistas españoles, se crio en Orcera, localidad de la provincia de Jaén y se hizo como profesional en Madrid. Motos es valenciano, de Requena, pero es de los valencianos buenos, aquellos que prefieren que exista el AVE Madrid-València que el corredor mediterráneo que una la España radial y, ya talludito, fue a parar a Madrid para encargarse de un hormiguero cada vez más azul y donde la única reina es él, rodeado de hormigas obreras y serviles.

Tanto Broncano como Motos han hecho añicos esa verdad que cantó Raimon, que decía "quién pierde los orígenes, pierde identidad", porque el humor del gallego y el humor del valenciano, aunque diametralmente diferentes, son profundamente madrileños: un punto distante, un punto deslenguado, un punto de amiguetes noctámbulos y de "hoy te quiero, mañana ni me acuerdo de ti". Hasta la fecha, Motos era el rey de la noche con su talk show, pero Broncano parece que le ha tomado bien las medidas y la batalla no ha hecho más que empezar. No engaño a nadie si digo que prefiero a Broncano y "La Revuelta" que a Motos y "El Hormiguero", pero ambos emanan madrileñismo a raudales, aquel paleto-cosmopolitismo castizo desvergonzado que impera en las televisiones estatales. Los nuevos tiempos son así. Madrid es España, España es Madrid, y lo que no pasa en Madrid es silenciado, a menos que sea para demostrar que todo el extrarradio del Km 0 es un nido de delincuencia o decadencia, como lo que sucede en Barcelona.

El estilo Broncano es innovador y sorprende por su talante caótico, un falso desbarajuste que domina a la perfección un presentador capaz de hacer jugar a sus invitados a un juego de irreverencias apto para menores. Hasta ahora, los invitados de Broncano han sido los de siempre, los que pululan por la corte progre de Madrid, aunque con la amnistía y el procés han hecho declaraciones que los hermanan con los otros cortesanos más conservadores de "El Hormiguero". Me refiero a Millás y a Resinas. El último, un actor poco dúctil, capaz de convertir a cualquier personaje shakespeariano en Diego Serrano, es un socialista jurásico, pero pidió no votar a Illa por la ley de amnistía. Y Millás, siempre tan progre, ha firmado un montón de manifiestos: uno de ellos contra el Referéndum del 1 de Octubre, y otro que iba encabezado con el lema "Más procés es más recortes". Se ve que la culpa de los recortes en España es del procés catalán y no, entre otras cosas, de un dumping fiscal madrileño del que todos los miembros de la corte —incluyendo a Millás y Resinas— viven de coña.

Motos es el otro lado de la balanza. Él es un nuevo rico de la televisión, y adonde no llega su talento como entrevistador, llegan la pasta, sus colaboradores y Trancas y Barrancas, dos hormigas que tienen un humor de borracho de bar de carretera secundaria. "El Hormiguero" es un juego de artificio con mucha pirotecnia, hecho para que Motos cure todos sus complejos. Tengo la sensación de que Motos, cuando era jovencito, era un acomplejado, y su programa le sirve, por ejemplo, para retar a Chris Hemsworth al lanzamiento de martillo —para sorpresa del actor— y volver a su piso de La Castellana para decirle a Laura, su mujer: "hoy he vencido a Thor".

El humor del gallego y el humor del valenciano, aunque diametralmente diferentes, son profundamente madrileños

Ambos talk show se basan en el humor y no son los únicos que conviven en una parrilla donde, a menudo, impera el humor de P3, representado por un grupo de humoristas de la generación de Guillem Estadella, que han conseguido que hasta un execrable como Arévalo parezca un insurgente. Pero hay buenos talk show con el humor como bandera que espero que sobrevivan en la lucha feroz que mantendrán "El Hormiguero" y "La Revuelta" los próximos meses. No me refiero al talk show de Carlos Latre, muerto ya desde el día de su nacimiento por estar demasiado supeditado al glorioso pasado de "Crónicas marcianas". Me refiero al late show de Marc Giró, fantástico entrevistador de inteligencia hiperactiva, y al "Vosaltres mateixos", conducido por el maestro de "Nadie sabe nata", Andreu Buenafuente. La supervivencia de ambos garantizaría, cuando menos, poder tener una visión más periférica del Estado, con unos cuantos invitados que escapen del círculo geográfico que gira en torno a la Puerta del Sol. Y no menciono programas como "Col·lapse", de Ricard Ustrell, porque este juega en otra liga, la de la información, con la mejor clausura que un espacio de entrevistas puede tener: la visión mordaz de Sergi Pàmies.

No son tiempos fáciles para el humor para quien —como en mi caso— ha crecido disfrutando de los Monty Python, ha imitado las blasfemias verbales del Escurçó negre y, ya talludito, ha visto repetidamente los especiales de Ricky Gervais, Jimmy Carr o Sarah Silverman, o escucha diariamente "La competència", el mejor espacio radiofónico de humor político. Si te gusta este tipo de humor irreverente y políticamente incorrecto, "El Hormiguero" es una versión posmoderna de las películas de Antonio Ozores. Y no pasa nada. Prefiero las gracietas de su colaboradora Susi Caramelo, natural de L'Hospitalet de Llobregat —que ejemplariza el fracaso de la inmersión lingüística— que el humor del Club Super 3 de algunos profesionales catalanes de nueva generación del stand-up.

Desde un punto de vista del ingenio, en esta carrera de shares, Broncano tiene las de ganar, ya que el éxito de "La Resistencia" depende exclusivamente de él. Contrariamente, en "El Hormiguero", la mediocridad del presentador hace que todo dependa de la pasta que pagan a un invitado para dejarse someter a los complejos de Motos. Pero desde un punto de vista político, la balanza se desequilibra. "La Resistencia" durará lo que dure Pedro Sánchez en el poder.