Se ve que antes de que la Generalitat hiciera público, en el mes de febrero, el contenido de la última Enquesta d’Usos Lingüístics, según la cual solo un tercio de la población de Catalunya tiene el catalán como lengua de uso habitual, no se sabía que la salud de la lengua catalana era no solo muy mala, sino también muy preocupante. Hace años que el uso del catalán está en declive, pero parece que hasta ahora nadie se había dado cuenta, ni las instituciones públicas, ni las entidades de la sociedad civil, que han corrido a poner el grito en el cielo y a gesticular para que se notara cómo de afectadas estaban por una noticia que, como siempre, las ha cogido durmiendo en la paja.

De hecho, bien podría considerarse que la situación del catalán es mucho peor ahora que durante el franquismo, porque si bien es cierto que entonces su uso estaba prohibido en todas partes y la enseñanza, las misas y cualquier actividad pública se realizaban invariablemente en castellano, también lo es que los críos en las escuelas hablaban entre ellos y jugaban en el patio en catalán, los adultos se relacionaban entre ellos, en la calle, en las tiendas, en el trabajo o en el campo de fútbol, en catalán, y todos hablaban catalán en casa. E incluso los hijos de inmigrantes castellanohablantes se relacionaban con sus compañeros en catalán, por mucho que en estos casos la lengua de uso habitual en la familia fuera la castellana. Lejos quedan los años en que, enterrada la dictadura de iure que no de facto como se ha ido descubriendo con el paso del tiempo, en Catalunya se puso en marcha el sistema de inmersión lingüística en la escuela, impulsado entre otros por padres inmigrantes castellanohablantes que querían que sus hijos tuvieran las mismas oportunidades que los hijos de los vecinos catalanohablantes.

Entonces la lengua no era arma de confrontación política y la ley de Normalització Lingüística de 1983 —la que permitió justamente la inmersión— se aprobó sin ningún voto en contra gracias al consenso forjado al margen de ideologías e incluso el Partido Socialista de Andalucía (PSA), que tenía dos diputados en el Parlament, la validó. Igual que el PP —que no tuvo representación hasta 1984 y aún como Alianza Popular (AP)— no apoyó la ley de Política Lingüística de 1997, pero se comprometió a acatarla y respetarla. En este marco, la inmersión lingüística en la escuela fue de entrada un modelo de éxito. Y lo fue porque en aquellos momentos el catalán era una lengua de prestigio, una lengua que abría puertas, una lengua que ayudaba a ganar posiciones en el ascensor social. Era una lengua necesaria para progresar en Catalunya. Eran los tiempos en que, según la definición de Jordi Pujol, era catalán todo aquel que vivía y trabajaba en Catalunya, pero eran sobre todo los tiempos en que era catalán todo el que tenía voluntad de serlo. Y mientras esa voluntad existió, porque saber catalán era visto como una necesidad, no hubo problemas.

Durante demasiados años las instituciones catalanas han hecho la vista gorda sobre el estado real de la enseñanza de la lengua y, de la misma manera que no han hecho nada para corregir las carencias acumuladas año tras año, han permitido el acceso a la función pública a personal que no hablaba catalán ni lo sabía ni tenía ninguna voluntad de aprenderlo

La armonía se rompió en 2006 a raíz de la aparición de Cs, el nuevo partido lerrouxista financiado por los poderes del Estado español con el único objetivo de acabar precisamente con la inmersión y, de hecho, con el catalán. Y a fe de dios que lo ha conseguido, a la vista de todas las resoluciones de la justicia española que ha habido desde entonces. Y no solo eso, sino que, una vez hecho el trabajo y cuando, por tanto, Cs ya no tenía ninguna razón de ser, el testigo lo cogieron el PP e incluso el PSC tras renunciar en 2013, en pleno procés soberanista, al alma catalanista y encomendarse exclusivamente al alma española del PSOE. Desde 2006, pues, la lengua se ha incorporado de lleno al campo de la batalla partidista, de la que todavía ahora es prisionera. De manera más disimulada y sibilina si se quiere, porque la parte principal del trabajo está hecha, como demuestran los datos oficiales de la propia Generalitat, pero atenta a que nada estropee los planes españoles para residualizarla.

La mala salud del catalán no es, en todo caso, culpa solo de los españoles, a pesar de la imposibilidad de luchar en igualdad de condiciones contra la opresión de un estado jacobino construido en base al derecho de conquista. Más allá de la responsabilidad personal de cada uno a la hora de utilizar la lengua catalana —la campaña "mantinc el català" parece una buena opción para intentar empezar a enderezar el rumbo—, los errores cometidos por los dirigentes políticos que durante todos estos años han tenido el gobierno catalán en sus manos —CiU, PSC, ERC, ICV y sus respectivos derivados— han sido clamorosos. Primero escondieron que había llegado un momento en que la inmersión lingüística en la enseñanza hacía aguas y siguieron adelante como si nada. Después quisieron hacerse los espabilados e incluyeron la inmersión en el redactado del nuevo Estatut aprobado en 2006, con el argumento de que así quedaría blindada, pero lo que hicieron realmente fue poner en bandeja a las estructuras del Estado español que se le pudieran echar encima sin miramientos a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional (TC), de 2010, que la tumbó.

Lo que no tiene ningún sentido en estos momentos es el lagrimeo ni las quejas y las lamentaciones. A buena hora se despiertan quienes no se han ocupado de ello cuando tocaba y, fruto de su desidia, están haciendo factible el dicho de que a buenas horas mangas verdes

Los responsables educativos de la época hicieron ver que no pasaba nada e hicieron creer a la gente que el modelo de inmersión continuaba intacto, sano y salvo, cuando en realidad el TC lo había dejado tocado de muerte. Después se tragaron, a pesar de la retórica ufana según la cual los sucesivos gobiernos catalanes plantaban cara a la ofensiva anticatalana de los gobiernos españoles, todas y cada una de las sentencias del Tribunal Supremo (TS) y del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) que, fundamentadas en la del TC, imponían el 25% de castellano a una escuela tras otra. Y finalmente allanaron aún más el camino pactando, en 2022, una reforma de la ley de Política Lingüística de 1997 que, por primera vez, oficializaba que el castellano fuera lengua de uso en las escuelas y que, por tanto, se cargaba de arriba abajo el sistema de inmersión. La inmersión lingüística, como su nombre indica, solo es posible con una única lengua vehicular, y ERC y JxCat —que a última hora se desmarcó, sin embargo—, junto con PSC y En Comú Podem, acabaron haciendo el trabajo sucio.

No haber actuado a tiempo es lo que ha conducido a la situación de desprotección general de la lengua catalana. En poco tiempo se ha perdido lo que había costado mucho conseguir. Ahora hay carrerillas del gobierno catalán ofreciendo clases de catalán a quien las necesite y de las entidades de la sociedad civil exigiendo más aún. El problema es que durante demasiados años las instituciones catalanas han hecho la vista gorda sobre el estado real de la enseñanza de la lengua y, del mismo modo que no han hecho nada para corregir las carencias acumuladas año tras año, han permitido el acceso a la función pública a personal —médicos, enfermeras, maestros, policías, administrativos...— que no hablaba catalán ni lo sabía ni tenía ninguna voluntad de aprenderlo y que, encima, se reía de los catalanes burlándose de ellos en la cara como fue el caso de una enfermera que se hizo viral negándose a atender a los pacientes como han hecho y todavía hacen algunos médicos. El resultado es que si en Catalunya se puede vivir sin necesidad de saber la lengua catalana, los no catalanohablantes no la aprenderán nunca, y es aquí donde el gobierno catalán debe hacer que conocerla sea necesario para todos, residentes e inmigrantes. Porque la realidad es que cada vez en más lugares del país —no solo en Barcelona y su área metropolitana— es imposible vivir las veinticuatro horas del día en catalán, mientras que hacerlo en castellano es posible en todas partes.

Revertir la situación es el hándicap que habría que superar para que el catalán pudiera volver a ser visto como una lengua necesaria y, a partir de ahí, ser considerado de nuevo una lengua de prestigio. El dilema es si todavía se está a tiempo o, a la vista del escenario catastrófico que describen los datos oficiales, ya es demasiado tarde. Lo que no tiene ningún sentido en estos momentos es el lagrimeo ni las quejas y las lamentaciones. A buena hora se despiertan quienes no se han ocupado de ello cuando tocaba y, fruto de su desidia, están haciendo factible el dicho de que a buenas horas mangas verdes. Claro que quizás el cada vez más significativo apoyo a La Bressola, la red de escuelas en catalán de la Catalunya Nord, o el resultado de la consulta sobre la lengua de la enseñanza en el País Valencià, en la que el catalán —o el valenciano quienes lo prefieran— se impuso al castellano, son señales de que todavía no todo está perdido.