Una de las buenas noticias del ciclo electoral que se ha cerrado en España es la desaparición de Ciudadanos (Cs). Un hecho que, no por sabido, deja de ser motivo de satisfacción, en especial en Catalunya, donde hace casi veinte años que este partido nació con el único propósito de hacer daño. Su objetivo era torpedear la línea de flotación de la cultura y la lengua catalanas y cargarse uno de sus estandartes —la inmersión lingüística en la escuela— para acabar con cualquier indicio de catalanidad y españolizar la sociedad que hasta entonces, desde el restablecimiento de la democracia, había crecido sin graves conflictos en clave identitaria. Para ello no dudó en poner en riesgo la convivencia y la pega es que, en buena parte, se ha salido con la suya, pero gracias a la colaboración inestimable de quienes se supone que le tenían que parar los pies: las formaciones autonomistas que, después de un tiempo de hacerse pasar por independentistas, cayeron en su trampa y le acabaron haciendo el trabajo.

Cs irrumpió en la vida política catalana el 2006 agitando una bandera que el tiempo había hecho olvidar, la del lerrouxismo. Hizo de la confrontación en función del origen, de los nacidos fuera de Catalunya con los nacidos en Catalunya, de los inmigrantes frente a los autóctonos, su carta de navegación. Y los partidos que, sin ser nacionalistas, hasta entonces habían mantenido un respeto escrupuloso por la identidad catalana —básicamente, el PSC y el PP— exacerbaron las posiciones respectivas en contra de todo lo que oliera a catalán para evitar que aquel artefacto incendiario que dirigía un gomoso Albert Rivera se les comiera el terreno. Especialmente significativo fue el giro copernicano que no muchos años después dio el PSC, que, de la mano de Pere Navarro, abjuró del poso catalanista que le había acompañado desde su fundación y vio como el sector dicho precisamente catalanista abandonaba sus filas. El PP, por su parte, cortó en seco el llamado también giro catalanista que había intentado Josep Piqué y se lanzó sin miramientos contra toda expresión de catalanidad —de aquel recurso al Tribunal Constitucional contra el Estatut en el mismo 2006 deriva toda la disputa posterior— con un sentimiento entre el odio y el resentimiento que aún hoy le perdura, como muy bien personaliza Dolors Montserrat (la hija).

Llevados a su orilla el PSC y el PP e introducida en Catalunya una forma de hacer política basada en el enfrentamiento constante y el conflicto permanente, sobre todo por cuestión de lengua y de señas de identidad, Cs consigue en poco tiempo enrarecer el clima político. Y llega a su máxima expresión con la pedantesca Inés Arrimadas, que gana las elecciones catalanas del 2017 —las del 155— con 36 diputados, pero que no tiene mayoría para formar gobierno. En once años había subido como la espuma y en los siete años siguientes bajaría como la espuma, hasta desaparecer. Las elecciones municipales y españolas del 2023 le enseñaron la puerta de salida y las gallegas, las vascas, las catalanas y las europeas de este 2024 han certificado el adiós definitivo de un partido que en Catalunya nadie va a echar en falta y del que precisamente el PSC y el PP han recogido los restos. A los malcarados Carlos Carrizosa y Jordi Cañas les ha tocado ser los últimos que apagan la luz o, como les han bautizado algunos, hacer de sepultureros. La consecuencia de todo ello es que durante este tiempo en las urnas se han establecido vasos comunicantes claros entre Cs y las otras dos fuerzas políticas cooptadas, de manera que cuando ha subido es porque el PSC ha bajado, y viceversa, y cuando ha bajado es porque el PP ha subido.

Es una buena noticia que Cs haya desaparecido del mapa político, pero la satisfacción no es completa, porque el lastre que ha dejado será difícil de superar

Que Cs desaparezca no significa, sin embargo, que el mal que ha causado también se esfume. Al contrario. Y es aquí donde radica el problema fundamental. Cs fue impulsado por el establishment español para acabar con el catalán en la escuela, y en cierta medida ha alcanzado el objetivo. Cuando deja de ser necesario, por tanto, los mismos que lo encumbraron precipitan su caída. Máxime cuando resulta que hay otras formaciones de toda la vida que han asumido los postulados, como es especialmente el caso del PSC, que los puede articular con formas más suaves y menos bruscas —"para que se consiga el efecto sin que se note el cuidado", que dicen— y que en la práctica es más sibilino y peligroso. También un PP más beligerante se ha injertado del estigma de Cs y partidos nuevos como Vox están dispuestos a ir aún mucho más lejos. Incluso algunos herederos del malogrado PSUC, los comunes que en cada contienda electoral cambian de nombre, a veces se han dejado seducir por esta práctica tan perversa, ellos que son capaces de defender todas las causas perdidas del mundo menos la catalana. Y también la CUP, por inverosímil que suene, se ha encontrado arrastrada demasiado a menudo al barro lerrouxista.

Pero lo más grave es que la fulminación de la inmersión lingüística en la escuela la han acabado ejecutando no Cs, ni el PP, sino el PSC y En Comú Podem, pero con el concurso, imprescindible, de JxCat y ERC. El Tribunal Constitucional ya se la cargó, de hecho, en la sentencia contra el Estatut del 2010 —que en teoría se había reformado para protegerla—, pese a que el gobierno catalán de la época y el posterior, uno del PSC, ERC e ICV, el otro de CiU, quisieron hacer ver que no había pasado nada. Y tanto que había pasado, como se encargaron de aplicar el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya en sentencias posteriores que imponían el 25% de castellano en las aulas. Ante ello la respuesta fue una reforma de la ley de Política Lingüística del 1997, aprobada en junio del 2022 en el Parlament por los mencionados PSC, En Comú Podem, JxCat y ERC, que, lejos de volver a blindar el catalán, normalizaba el castellano como lengua "de uso curricular y educativo" en las escuelas de Catalunya. Fue la estocada definitiva en el modelo de inmersión que, como su nombre indica, sólo es posible con una única lengua vehicular, no con más de una, por mucho que a ésta se le disfrace el nombre y en lugar de vehicular se le llame curricular, que resulta que a efectos prácticos quiere decir exactamente lo mismo. Lo que hay ahora vigente, por tanto, es otra cosa, pero no lo que se empezó a implementar a partir del 1983 y que con los años fue decayendo sobre todo por la desidia de la administración —alternativamente en manos de CiU (o PDeCAT), PSC y ERC— que tenía que velar por su buena aplicación.

ERC y JxCat se pueden llenar la boca tanto como quieran en defensa del catalán, que si no llevan a la práctica lo que predican, es puro blablablá. Esto es lo que ha sucedido en los últimos años y lo que ha acelerado la regresión del uso de la lengua catalana. Ellos son los principales responsables —no los únicos, pero sí los principales— del fracaso de la inmersión lingüística en la escuela y de las consecuencias que se derivan, porque ellos son los ejecutores de la política negacionista de Cs hacia Catalunya, son ellos los que le han acabado haciendo el trabajo. Es una buena noticia que Cs haya desaparecido del mapa político, pero la satisfacción no es completa, porque el lastre que ha dejado será difícil de superar sin un estado detrás que lo borre para siempre. La única manera de que el bye bye a Cs sea efectivo.