Casi no quedan ya aparatos de uso cotidiano que funcionen con cable. Prácticamente todo se activa y se mueve por ondas. Todo empezó con la invisible luz infrarroja de los mandos a distancia de las TV y los reproductores de video. Aún recuerdo, con nitidez, el día en que, de niño y en plena efervescencia consumista de inicios de los noventa, entró en casa un reproductor de VHS con un accesorio entonces extraordinario: un mando a distancia. Eso sí, con cable. Te ahorraba la pesada tarea de tener que levantarte del sofá, pero te generaba, como contrapartida —siempre hay una contrapartida—, el enojo estético de la persistente presencia en medio del comedor de un irregular y alargado trozo de plástico. Era una especie de eslabón perdido en medio del camino que nos ha llevado, triunfantes, hasta el actual 5G.

No es mi intención, al contrario, blasfemar contra las innovaciones inalámbricas o alabar las supuestas virtudes de un pasado idílico en el que vivíamos inmersos, tropezando constantemente con ellas, en montañas de cables. Más bien quiero poner el foco en la alegría, la inconsciencia o la inocencia con la que vamos tolerando que cada vez más artilugios de nuestra vida cotidiana —que condicionan buena parte de nuestro día a día— funcionen por ondas y olviden, menospreciándolos, el cable y el contacto físico. No prestamos la atención debida a las implicaciones que esto puede tener. Acogemos acríticamente el wifi y el Bluetooth como valores absolutos e incondicionados: si un aparato —una función, la que sea— es compatible con ellos, los tiene que incorporar. Ni nos planteamos —¡cuán absurdo sería hacerlo!— si, tal vez, en algún caso, los beneficios de esta tecnología son menores que sus inconvenientes. Pondré, a tal efecto, un ejemplo: la audición musical.

¿No habrá otras experiencias vitales —en el doble sentido de referidas a la vida y de ser importantes— también empobrecidas por la renuncia al calor del contacto físico y de la fricción?

Es precisamente en el ámbito musical donde se produce la apoteosis máxima del odio, no ya al cable, sino a la propia ‘materialidad’. Ya no necesitamos ni vinilos, ni CD, ni tocadiscos, ni reproductores de CD. Ni, claro está, cables que los unan. Solo necesitamos un aparato receptor de wifi que disponga de la funcionalidad de transmitir vía streaming una señal aérea decodificable en audio. El receptor tampoco necesita estar conectado físicamente con los auriculares, puesto que estos operarán, por supuesto, vía Bluetooth. ¡Qué ordenado!, ¡Cuánta pulcritud! ¡Qué economía de medios! ¡Y qué pureza de sonido! Esta es solo, no obstante, la teoría. Detengámonos un instante a identificar qué supone, para la experiencia musical, cada una de estas deserciones del contacto físico. Y, también, la suma de todas ellas. Hagamos nosotros —y no el mercado— la valoración.

Para empezar, tenemos la angustia vital que puede generar el propio establecimiento —el ‘clic’— de las conexiones: primero la wifi, del aparato, y después el Bluetooth, del auricular. Una fase en teoría inmediata, pero que muy a menudo se demora más de lo esperado y provoca que uno empiece el deleite, por ejemplo, de la Novena, con un grado no irrelevante de desazón o taquicardia. A continuación, tendremos que convivir con la espada de Damocles de que en cualquier momento, por cualquier movimiento, se corte la conexión Bluetooth y pase lo peor que le puede pasar a una audición musical: la interrupción de su curso temporal —puesto que la música no es sino la abstracción acústica y ordenada del tiempo—. Llegamos, ahora, a la madre del cordero: la calidad sonora. Aquí el drama se acrecienta. Pienso ahora en uno de estos auriculares blancos descabezados tan a la moda y que, solo de verlos, dan angustia, porque, por su forma, te esperas que los prolongue un cable, pero este les falta y lo que nos queda, al final, no es sino una especie de mutilación de miembro tecnológico. Pues bien, por más bits o kHz que supuestamente pueda soportar una correa de transmisión Bluetooth, la calidad del sonido que transmitirá no es —no puede ser— comparable a la que puede generar el calor de un buen cable de cobre, bien cerrado y protegido. De entrada, la potencia del sonido cablefree suele ser menor, salvo que se le aplique con violencia alguna distorsión técnica. Pero son, en todo caso, los matices de timbre, polifonía y armonía de la música que deseamos disfrutar los que se verán inexorablemente sacrificados y guillotinados. Es, en definitiva, la calidad de la propia experiencia musical, toda ella, la que se ve castrada.

He hablado, hasta ahora, de música. Pero, pensándolo mejor, ¿no habrá otras experiencias vitales —en el doble sentido de referidas a la vida y de ser importantes— también empobrecidas por la renuncia al calor del contacto físico y de la fricción? Hoy todo se desliza a gran velocidad, sin chocar. Sin contrapesos. También, por ejemplo, la verdad o la mentira, que cada vez nos cuesta más de discernir. No la verdad filosófica —que, por suerte, no se discernirá nunca, y aquí reside su magia—, sino la más burda, la de los hechos cotidianos, la que puede acabar decidiendo elecciones democráticas. Cuidemos las cosas esenciales. Empecemos —¿por qué no?— con la escucha musical. Demos materialidad a la más invisible de las experiencias vitales. Preparémonos, así, para afrontar, más protegidos, más fortalecidos, esta época tan líquida y fluida que es la nuestra, en la que reina, imperceptiblemente, pero también despóticamente, lo que no se ve, lo que no choca, lo que no se puede tocar.