El café con leche y las pastas parecen las mismas. Bebidas de marcas variadas. Algún televisor en alto, en la pared, con poco volumen. Mesas y sillas similares. Gente que entra y sale. Charla o lee el diario. Gente que mira por la ventana. Sola o acompañada. Camareros que sirven el pedido. En la barra una vitrina con un poco de comida. Todo el mundo con un vaso en la mano o una taza en los labios. Algún móvil que suena. Algún silencio que habla. El mundo de las cafeterías es común en muchos lugares, pero podríamos saber en qué entorno está ubicada cada una de ellas por la mirada de las personas que consumen. Por cómo se comportan con el tiempo.
El bar de los aeropuertos o de las estaciones de ferrocarril tiene aquel bullicio del viaje y un abrazo innato y amable, por los que se marchan y por los que llegan. Suele ser lugar de felicidad y de alguna añoranza. La gente está de paso mientras espera irse o espera que alguien llegue. Un pim pam. Se anuncian aviones que se elevan lejos, trenes que salen hacia las vacaciones. Acostumbra a ser un bar alegre, al que acudes por voluntad propia. Cada media hora la clientela puede haber cambiado toda, entre maletas y mochilas que desfilan hacia un nuevo destino.
En un instituto o una universidad el murmullo es mayor. Jóvenes con toda una vida por delante desfilan arriba y abajo, explicándose a gritos el último fin de semana, preparando un examen o saltándoselo. El volumen de las conversaciones tiene más decibelios, la carcajada impera y la prisa lo rehúye. La conciencia de la existencia no está muy presente porque vivir es una especie de rutina heredada, un hábito por la cual no hay que sufrir mucho. Carpe Diem. Bocadillos y refrescos y cada día los mismos inquilinos, repitiendo aprendizajes de asignaturas y de vida.
El mundo de las cafeterías es común en muchos lugares, pero podríamos saber en qué entorno está ubicada cada una de ellas por la mirada de las personas que consumen, por cómo se comportan con el tiempo
El bar del pueblo o del barrio se convierte en una especie de confesionario laico. Variedad de edades y procedencias. Es donde se arregla el mundo con una conversación distendida. Con los amigos tomas una copa de vino al salir del trabajo. Con los compañeros de trabajo tomas el cortado de media mañana. Incluso quizás te has citado con aquella persona que te hace gracia. Es también punto de recogida de compras hechas por internet y punto de información para forasteros. Abriendo todo el día. Siempre están, sin reloj. Es donde se puede ir a beber solo porque siempre acabas encontrándote a alguien conocido.
En la cafetería de un hospital, en cambio, hay una calma extraña. Un silencio inherente. El tiempo oscila como un péndulo: si miramos adelante nos da la sensación de que va lento, si miramos atrás parece que nos haya pasado demasiado deprisa. Parece ayer aquel viaje, parece ayer que íbamos al instituto. Parece que fue ayer que paseábamos por el pueblo. Y ahora estamos aquí, esperando saber si saldremos adelante o no. Si saldrá adelante la persona que amamos y con quien habíamos frecuentado todas las cafeterías anteriores.
Allí los abrazos son de duelo, de incertidumbre. No hay maletas, ni mochilas, porque aspiramos a que el viaje no sea muy largo, al contrario que el de Itaca. Un neceser y una botella de agua bastan. La percepción de realidad es más diáfana, los días son largos y el café corto. Sabes cuando entras pero no cuando sales. La gente en el móvil busca fotos y mensajes con otra atención e intención. Es el único bar al cual acudimos a la fuerza y con todos los clientes anónimos nos sentimos unidos por un hilo invisible que nos iguala: la certeza de la muerte y el privilegio de estar vivos.