El 29 de abril de 2018, el diario madrileño El Mundo publicaba las fotografías de los maestros del Instituto El Palau, de Sant Andreu de la Barca. "Los 9 maestros catalanes de la infamia", insultaba el titular. La publicación facilitaba datos personales de los maestros y los acusaba de señalar y humillar a los alumnos hijos de guardias civiles. La crónica, firmada por el agitador de extrema derecha Javier Negre, daba por cierto todo aquello de lo que se acusaba a los docentes, sin dejar de mojar pan, en el peor sentido del término. Ana Rosa Quintana, Susanna Griso y Carlos Herrera, entre muchos otros, esparcieron que los maestros, movidos por el afán de adoctrinamiento, habían escarnecido a los niños en clase. Era no solamente un ataque a unas personas concretas, sino también un ataque a todo el sistema de enseñanza catalana.

Las redes rebosaban de insultos. Hubo miles y miles de odiadores anónimos. Pero también algunos otros con nombres y apellidos, como el olvidable Albert Rivera: "Los maestros separatistas que señalaron públicamente a hijos de @guardiacivil en Cataluña. La Fiscalía los investiga por delitos de odio, pero el Gobierno de España dice que no les abrirá expediente. Con cobardía nunca se vence al nacionalismo". Mariano Rajoy, entonces presidente del Gobierno, hizo unas declaraciones culpabilizadoras. Ignasi Guardans apareció para denunciar el ambiente irrespirable que, según él, se vivía en Catalunya ("Hay escuelas en Cataluña donde si un niño no lleva algo amarillo se lo señala. Ocurre entre adultos, imagínense entre menores").

Con los años, la justicia fue archivando una tras la otra todas las denuncias contra los maestros de Sant Andreu de la Barca porque no se encontraron indicios de delito. La última, este noviembre. Una vez pasada la tormenta, los docentes han hablado. Han explicado el calvario que han vivido durante siete años. Un sufrimiento fruto de la represión judicial, policial, política y mediática. Por descontado, no son los únicos, sino un episodio entre muchos. Me vienen a la cabeza, por ejemplo, Sandro Rossell y Joan Besolí, que se pasaron dos años encerrados en prisión preventiva por orden de la jueza Carmen Lamela. Son incontables las acciones concertadas buscando el escarmiento y la venganza.

Una de las cuestiones en las que han insistido los maestros es el daño causado a su reputación, a su buen nombre, por los ataques personales y profesionales sufridos. Querrían que los medios y los periodistas rectificaran o que aquellas informaciones sobre ellos desaparecieran. Querrían algún tipo de reparación. Uno de los maestros, David Tomé, lo ha expresado así: "No ha habido una reparación, especialmente de aquellos medios y políticos que cargaron contra nosotros. Es muy fácil acusar cuando se quiere hacer daño, pero cuando se demuestra lo contrario, aquí todo se olvida y nadie habla."

Cuando alguien abandona conscientemente la búsqueda de la verdad para abrazar la mentira y el linchamiento, deja de ser periodista. Alguien que se quiera llamar periodista tiene que combatir su ideología y sus prejuicios, manías y pulsiones

Dejemos de lado los políticos y las redes, este segundo un territorio inhóspito y envenenado, y centrémonos en los medios de comunicación. Muy difícilmente los maestros conseguirán ningún resarcimiento en los juzgados. Tampoco apelando a eso que se ha denominado "derecho al olvido" (personalmente y hablando en general, no soy partidario de borrar noticias de Internet. Ni de quemar las hemerotecas).

Escribía el apreciado Sebastià Alzamora en un artículo en el diario Ara que el mal periodismo de los medios de la derecha española, que han difamado y difaman impunemente, está en la base de la toxicidad de las redes. Yo añadiría que el veneno de las redes, a su vez, se ha inoculado y se inocula también en el periodismo de siempre, que, por diferentes causas, atraviesa unos tiempos de extrema debilidad.

¿Pero, entonces, qué? ¿Qué se puede hacer? La respuesta es clásica, quizás antigua, quizás ingenua: periodismo, buen periodismo. El periodismo es sobre todo método y ética. Una cosa y la otra resultan indisociables. La falta de ética comporta violentar el método, las maneras de hacer. Cuando alguien abandona conscientemente la búsqueda de la verdad para abrazar la mentira y el linchamiento, deja de ser periodista y se convierte en otra cosa. Alguien que se quiera llamar periodista tiene que combatir su ideología y sus prejuicios, manías y pulsiones. Si no lo hace, el resultado ni es profesional ni es ético. Y aquí chocamos con una pregunta que daría para una larga y enrevesada, pero, sin embargo, interesante discusión: ¿se puede ser periodista y, al mismo tiempo, una mala persona? ¿Se puede ser un periodista malvado, desalmado? En el terreno de la práctica, es evidente que sí. Lo vemos cada día. Pero, ¿y en el terreno de lo que debería ser, en el terreno de la ética?

Hacer periodismo, en el caso del Institut El Palau, era informar de los hechos con cuidado. También con rigor y precisión. No convertir las acusaciones en condena. No cargar las frases con opiniones sin fundamento, insultos y ofensas gratuitas. Respetar, por lo tanto, el principio legal pero también moral de la presunción de inocencia. Y no, como hicieron, arrinconarlo porque resultaba una molestia, una traba, no les convenía. También significa, claro está, no esconder o apocar el desenlace judicial del asunto (como han hecho muchos de los que más ofendieron a los maestros), sino darle el completo relieve que merecía.

Seguramente esta respuesta mía no satisfará en absoluto a unas personas que han sufrido mucho, y se entiende perfectamente. En su caso, el de los maestros, el daño ya está hecho. Sin embargo, si queremos un mañana mejor, más justo, más libre, más democrático, no tenemos que dejar de exigir un mejor periodismo. Periodismo a secas, si lo prefieren. Y criticar, denunciar y maldecir decididamente a los que lo pervierten para servir a otras causas, causas que le son extrañas. Nos parezcan causas execrables y mezquinas, o bien nos parezcan encomiables.