Todavía recuerdo al yayo sujetando las patas de la escalera de mano. La yaya se encaramaba decidida. En el altillo había muchas bolsas coloridas, envoltorios grandes, fundas grandes. Y dentro, mantas, chaquetas, ropa de cama. Aparecían también cacharros bien diversos, fotos amarillentas en cajas roídas por las polillas y algún electrodoméstico en desuso que se guardaba por si acaso. Aquellos por-si-acaso que llenan de estorbos los rincones de las casas y que nunca acaban volviendo a usarse pero que seguimos conservando por una extraña nostalgia.
El cambio de armario duraba casi un fin de semana entero y, además de ser práctico, era todo un acontecimiento familiar. Se tenía que decidir bien qué pantalones, camisas, camisetas o rebeca se escondían en el pozo sin fondo que era la parte de encima del mueble, porque no: ya no los volverías a ver más en meses. Pero aparte, el sábado y domingo dedicados a esta tarea se convertían en un punto de encuentro de generaciones. Se compartían conversaciones y recuerdos, se estiraba del hilo histórico de según qué trasto aparecido por sorpresa y el aburrimiento y el trabajo se trenzaban con la anécdota y la carcajada.
Ahora que se acercan fechas de hacer regalos y de mucho comprar, sería bueno recordar la importancia de dejar salir antes de entrar, de vaciar. El armario, la casa, la gente...
Nuestros padres han conservado una tradición que nosotros, seguramente, ya no podremos mantener: el cambio climático ha jubilado determinada ropa de abrigo y el entretiempo se ha estrechado de tal manera que la indumentaria que nos hace falta para las cuatro estaciones la podemos guardar en una misma repisa o percha, a excepción de dos o tres semanas del invierno más riguroso. Ropa de todo el año escondida en los mismos cajones y estantes y donde abunda entela más ligera y fina, de poco grosor y mucha modernez, porque no solo el viento revuelto cambia los hábitos, también el consumismo exacerbado, que nos hace deshacernos de piezas buenas que todavía podríamos usar y que ya no guardamos en ningún armario.
El hecho de ir perdiendo esta costumbre, de reutilizar y conservar, por la velocidad de la sociedad, por la obsolescencia programada y por el calentamiento de la Tierra hace que, de rebote, nos perdamos la parte antropológica del asunto. Hacer el cambio de armario era sociabilizarse —entre padres e hijos, hermanos y abuelos— y era valorar el hábito del aprovechamiento de las cosas. Era, por ejemplo, empezar a hacer juntos el belén, que reaparecía arrinconado y paciente detrás del edredón. Remover las repisas servía igualmente para aprovechar la ocasión y tirar trastos inútiles, que al lado del buen reciclaje tiene que haber también la virtud de tirar a la basura aquello que no solo no sirve, sino que, además, lastra.
El orden exterior contribuye al orden interior. Estar rodeados de armonía contribuye a tomar mejores decisiones, a tener las ideas más claras. Ahora que se acercan fechas de hacer regalos y de mucho comprar, sería bueno recordar la importancia de dejar salir antes de entrar, de vaciar. El armario, la casa, la gente. De ropa, de polvo, de algunas compañías. Hacer limpieza. Sin temor. De fuera hacia adentro y de dentro hacia afuera, que quizás no necesitamos más perchas, sino menos ropa.