No sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero cada vez que estoy más informado sobre el tema del calentamiento global y el cambio climático (leyendo informes, artículos, libros, etc.) más difíciles me parecen las respuestas prácticas efectivas y más alejadas del mundo real las declaraciones de los actores políticos. De hecho, creo que estos últimos no acaban de entender bien de qué están hablando en términos cuantitativos globales. (Es un ámbito en el que afortunadamente disponemos de buenos informes: IPCC, Grupo de Expertos de Naciones Unidas, 2022; AEMA 2023, 2021; OBERcat, 2023; "La transició energètica a Catalunya", 2022, Col·legi d’Enginyers, 2022).

Sabemos que el cambio climático correlaciona con cuestiones como la energía, la demografía, la contaminación (aire, tierras, aguas y subsuelo), los residuos, la alimentación, los transportes, la salud, el turismo, la erosión de la biodiversidad, las deforestaciones, etc. También sabemos que ya estamos en cifras de 1,4 o 1,5 grados de aumento de temperatura global con respecto a los inicios de la industrialización, y que el Mediterráneo se calienta más que la media mundial (con consecuencias previsibles bastante nefastas para el sur de Europa, como señalan aquellos informes; las proyecciones para Catalunya para este siglo van de un aumento mínimo de 1,5 a uno máximo de 3,5 grados).

Sin embargo, las propuestas más comunes consisten en establecer políticas muy locales —muy micro— o, al contrario, son discursos muy abstractos que utilizan una batería cambiante de conceptos ("transición justa", "movilidad sostenible", "justicia climática", etc.), que funcionan como "palabras mágicas" con las que parece que se pretende que su simple enunciado nos da la clave de la resolución del problema. A menudo existe un déficit, un vacío, en la conexión entre discursos declarativos y los resultados cuantitativos específicos detectados en varios ámbitos o territorios.

En general, también parece que la ciudadanía todavía percibe la emergencia climática como un fenómeno distante, tanto en el espacio como en el tiempo. La "reindustrialización verde y digital" es a menudo mera retórica enfática de greenwashing por parte de gobiernos y empresas. Los pretendidos "sapiens" solo nos despertamos cuando hay incendios, inundaciones, sequías, falta de agua, huracanes, etc. Pero es un despertar más puntual que un vector para la toma de decisiones colectivas globales. Necesitaremos llegar a colapsos importantes en ámbitos concretos para establecer políticas ecológicas ambiciosas (en el año 2020, los estados se comprometieron a reducir en un 50% las emisiones en 2030; hoy ya es un objetivo imposible).

Necesitaremos llegar a colapsos importantes en ámbitos concretos para establecer políticas ecológicas ambiciosas

Hay un par de discursos en sectores ecologistas que, si bien parecen bienintencionados, creo que resultan contraproducentes porque no son nada realistas. El primero es el de querer cambiar ni más ni menos que el "sistema capitalista" o el "modelo de civilización". Naturalmente, sin presentar alternativas viables ni razonadas sobre cómo hacerlo. El segundo discurso es el de propiciar el "decrecimiento" económico, es decir, en términos prácticos, ir disminuyendo el PIB y los índices de bienestar de las poblaciones, empezando por la de los estados desarrollados. Eso creo que no resulta muy congruente ni con las bases antropológicas de los "sapiens" ni con la racionalidad colectiva de un mundo dividido en estados (incluyendo la UE). Los estados pueden colaborar, pero también compiten. Y ninguno de ellos quiere estar en el grupo de los "perdedores". Plantear un decrecimiento polariza socialmente y hace plausible un horizonte de revueltas (tipo chalecos amarillos) y de respuestas populistas autoritarias. Si algo mueve a los individuos en general a hacer sacrificios (cambiar de país, de ciudad, asumir más horas de trabajo, etc.), es aumentar el bienestar propio y el de su familia inmediata. Bienestar es aquí una palabra clave.

Recientemente, se han apuntado algunas vías, no de solución, pero sí con perspectivas parciales, pero interesantes, de futuro (hidrógeno verde, materia orgánica, aerotérmica, vehículos eléctricos, etc.). Pero seguimos sin solucionar de forma clara algunas cuestiones básicas, como el almacenaje de energía (hidráulico, térmico, electroquímico), así como la producción de energía a escala industrial y de transporte cuando la electrificación resulta técnicamente difícil. Y se dan fenómenos paradójicos, como el hecho de que lograr energías más baratas incentiva un mayor consumo. La relación entre energía, alimentos y agua es todo otro tema preocupante que solo aparece puntualmente en las agendas.

Sin embargo, a los humanos nos incomoda no tener respuestas. Lo que nos va mejor es la racionalidad instrumental, encontrar soluciones cuando los objetivos son claros. Se nos da mejor con la tecnología que con la moral o la política (un hecho narrado en el mito de Prometeo y el robo del fuego a los dioses, incluido en el diálogo Protágoras de Platón).

¿Tenemos respuestas adecuadas? Las respuestas no pueden ser únicas o unívocas, ya que cada sector socioeconómico y territorial tiene condiciones y necesidades diferentes. Cuando se entra en los detalles, las propuestas no son fáciles de implementar.

Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, hay que luchar contra el cambio climático, tanto a nivel micro sectorial y territorial como a nivel macro internacional. El pesimismo y la inacción resultan paralizantes. Pero previsiblemente iremos avanzando más a golpes de crisis provocadas por sequías, inundaciones, etc. que por utilizar una racionalidad colectiva que, de hecho, nos supera.

Los humanos estamos hechos como estamos hechos, a golpes de evolución y de una racionalidad muy a menudo conducida por la emotividad y los intereses inmediatos. En términos de racionalidad, Hume y Hegel están ganando el partido de dobles a Descartas y Kant. Y eso puede tener aspectos positivos si sabemos reaccionar bien a los retos ecológicos y políticos del presente.