Negar que estamos en un tiempo de cambio o de emergencia climática resulta simplemente estúpido. La acumulación de pruebas científicas es abrumadora. Parece que ya hemos alcanzado el aumento de 1,5 grados de temperatura en relación con la etapa preindustrial (que es el límite que se propuso no superar en el acuerdo de París, 2015).
Cuando hablamos de cambio climático no solo hablamos de la contaminación del aire, las aguas y los suelos. Existe todo un conjunto de fenómenos entrelazados que afectan a la calidad de vida de los habitantes del planeta: energías, biodiversidad, deforestación, alimentación (y despilfarro), aumento de la población, transportes, falta de agua dulce, incendios, inundaciones, plásticos, residuos, acidificación de los océanos, agotamiento de materiales, la ausencia de una gobernanza global efectiva, etc.
En cuanto a la contaminación, me gustaría destacar aquí dos aspectos en los que creo que habitualmente no se insiste lo suficiente: 1) la interrelación entre contaminación, demografía y clases sociales, y 2) ¿es del mismo nivel la responsabilidad de los ciudadanos y la de las empresas y gobiernos? ¿Qué hay de verdad en las políticas públicas y de las grandes empresas (energéticas, comerciales, del sector del transporte, etc.) cuando aseguran que ponen en práctica medidas para combatir la contaminación o el cambio climático?
1) Contaminación, demografía y clases sociales. Recordemos, de entrada, unos datos: la población mundial actual se sitúa en torno a los 8.000 millones (con una esperanza media de vida de 72,8 años). La evolución prevista por la mayoría de fuentes es que irá aumentando hasta alcanzar un pico de entre 10.000 y 11.000 millones en algún momento de la segunda mitad de este siglo, y después se reducirá lentamente. Este aumento de un 20-25% de la población mundial en unas pocas décadas supondrá necesariamente más demanda de energía, de productos y de servicios, lo que dificultará aún más la lucha contra la contaminación y, más en general, contra el cambio climático. Esta es una predicción intuitiva.
Sin embargo, cuando se particularizan los datos por clases sociales, los colores del paisaje cambian sustancialmente. Los estudios constatan que las desigualdades de renta resultan muy congruentes con las desigualdades contaminantes (la renta media mundial se situaba en torno a 1.000 euros mensuales, en 2020). Así, dividiendo la población, tal como se hace habitualmente, en tres grandes grupos de renta, el 10% más rico, el 40% intermedio y el 50% más pobre, las cifras respectivas de contaminación (solo en relación con el dióxido de carbono) se sitúan en el 47-48%, el 40,5-43% y el 10-11,5%, según estos estudios (Bruckner et al. 2022, Chancel 2022).
La correlación entre clase social y contaminación resulta sorprendente por ser tan proporcionalmente inversa. Y si se considera el 1% más rico, su contribución contaminante resulta ser unas 75 veces superior a la de los sectores más pobres. De este modo, la atención de la lucha contra la contaminación habría que situarla, no en la población en general, sino en los sectores más enriquecidos, especialmente en el mundo desarrollado. A ello hay que añadir, sin embargo, dos cuestiones interrelacionadas: 1) el aumento de las clases medias de los países en desarrollo, que buscan mejores niveles de bienestar (solo la suma de las de China y la India ya superan con creces la población total de la Unión Europea), y 2) tomando como referente cuatro productos importantes (acero, cemento, plásticos y nitrógeno), que consumen cantidades importantes de energía —cuya demanda previsiblemente aumentará durante las próximas décadas—, las previsiones de poder prescindir de los combustibles fósiles en 2050 parecen inquietantemente quiméricas (a pesar de mantener la energía de origen nuclear).
Creo que las políticas públicas deberían enfocarse principalmente al mundo de la oferta (empresas) y no al mundo de los consumidores
2) Ciudadanos, gobiernos, corporaciones y greenwashing. No deja de sorprender que muchas campañas contra la contaminación —públicas y privadas— estén dirigidas a los ciudadanos, al mundo de la demanda, más que al mundo de la oferta, de las grandes empresas energéticas, comerciales y de servicios. De hecho, los ciudadanos no podemos hacer gran cosa ante la magnitud del objetivo general de reducir los efectos del cambio climático. Reciclar bien, por ejemplo, es conveniente, pero es mucho menos eficiente que reducir o reutilizar, incluso presuponiendo —que es mucho presuponer— que el proceso de reciclaje se hace bien desde los contenedores hasta la fase final de tratamiento de los residuos.
Creo que las políticas públicas deberían enfocarse principalmente al mundo de la oferta (empresas) y no al mundo de los consumidores. En el sector del embalaje, por ejemplo, si la mayoría de los plásticos actuales contaminan (microplásticos finales) mejor prohibirlos y sustituirlos por otros materiales (papel, cartón), que establecer normas para hacer pagar las bolsas de plástico a los ciudadanos.
La otra cara de la moneda es cuando las empresas energéticas, comerciales o de servicios intentan convencer a los ciudadanos y gobiernos de que implementan prácticas de lucha contra la contaminación y el cambio climático. Por ejemplo, cuando las petroleras dicen que fomentan los biocombustibles, como si estos fueran una solución y no presentaran graves problemas de deforestación, producción alimentaria, transporte e ineficiencia energética. O cuando los productos que podemos adquirir en supermercados y tiendas dicen que vienen en envoltorios de "plástico reciclable", cuando sabemos que la práctica totalidad de los plásticos, de hecho, no se reciclan.
La mayoría de estas campañas empresariales están teñidas de greenwashing, especialmente cuando siguen haciendo uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas). En otras palabras, en gran medida son estrategias de lavado de cara, de marketing para caer más simpáticas (a pesar de la producción de combustibles fósiles de algunas de ellas), pero tienen bastante o mucho de engaño, de toma de pelo.
Creo que los gobiernos y actores de la gobernanza global caen en un doble error: en primer lugar, cuando no focalizan la lucha contra la contaminación en los sectores sociales que más contaminan (sobre todo las clases ricas de los países desarrollados) y, en segundo lugar, cuando colaboran en pasar la pelota de la responsabilidad de la lucha contra la contaminación y, más en general, contra el cambio climático, a los ciudadanos-consumidores, frente a políticas mucho más orientadas al mundo de la oferta, a las empresas.
Si les interesan estos temas, les recomiendo un par de libros recientes, basados en un número importante de datos actualizados: Carles Riba, Energia. Una immersió ràpida (Edicions Tibidabo, 2024) y Víctor Resco de Dios, Ecomitos (Plataforma editorial, 2024).