Es muy bestia pensar que, en los próximos días, es decir, en pleno siglo XXI en un país de la Unión Europea, Artur Mas o Marta Rovira podrían ser encarcelados preventivamente bajo la acusación de un delito que se castiga con 25 años de prisión. Los grupos independentistas han acordado aplazar nuevamente la investidura del president de la Generalitat porque los abogados que les asesoran -y que sabrán de derecho pero no de política- no quieren que la actividad del Parlament de Catalunya enfurezca todavía más al magistrado Pablo Llarena, del Tribunal Supremo, y encierre a los líderes políticos catalanes citados a declarar como investigados por el delito de rebelión.
Entre el miércoles y el martes de la semana que viene declararán -si se presentan ante el juez- Artur Mas, Marta Pascal, Marta Rovira, Neus Lloveras, Anna Gabriel y Mireia Boya. Son sospechosos de formar parte de un supuesto comité estratégico que supuestamente tenía como estrategia proclamar la independencia de Catalunya y todo porque otro soberanista de segunda fila tenía apuntados sus nombres en una libretita.
"No podemos esperar nada de la buena voluntad del déspota", le decía a menudo Heribert Barrera a Jordi Pujol en los mejores tiempos de la puta y la Ramoneta. Era un consejo que ahora se hace más oportuno que nunca cuando cada día que pasa el Estado español eleva el ensañamiento contra el movimiento soberanista catalán, determinado a desarticularlo y a escarmentarlo a base de encarcelar a los líderes y aterrorizar a los ciudadanos, sean maestros, comediantes, periodistas o mecánicos de coches.
Desde este punto de vista, la situación no es tan incierta como parece. Hay dos factores constantes: el Estado será implacablemente brutal o brutalmente implacable y el movimiento soberanista encadenará uno tras otro todos los movimientos imaginables que pongan en evidencia que España ha dejado de ser un Estado de derecho. Lo uno y lo otro tienen que servir para remover las conciencias de los demócratas catalanes, españoles y europeos y que el día de mañana el Tribunal Europeo de Derechos Humanos imparta justicia y condene una vez más al Reino de España por sus abusos antidemocráticos.
Teniendo en cuenta pues todas estas premisas, todo el mundo debería tener claro que la investidura del president de la Generalitat será una larga carrera de obstáculos difíciles y todos ellos muy significativos que requerirá, por parte soberanista, enormes dosis de paciencia y de resistencia.
A falta de pequeños detalles, a los que los negociadores políticos dedican horas y horas, el guion principal, según todas las fuentes consultadas y excepto nuevos imprevistos, es el siguiente. Primero, un pronunciamiento inequívoco de la mayoría parlamentaria "a favor de la restitución del president legítimo". A continuación, la designación por parte del president legítimo de un jefe de gobierno que se someterá a la investidura como president autonómico. El primer designado será uno de los candidatos encarcelados, muy probablemente Jordi Sànchez.
Que Catalunya tenga un president en el exilio –sin orden de detención europea- y otro en prisión ya sería bastante insólito. Los soberanistas esperan que eso tenga alguna repercusión internacional. Pero la tragedia tendrá más episodios. Como desde la prisión no se puede gobernar, a continuación se investirá como president a otro represaliado, Jordi Turull o Josep Rull, al que inexorablemente también tendremos, como president de la Generalitat, sentado en el banquillo de los acusados, en el proceso por sedición y rebelión, y quedará inhabilitado. Y lo mismo pasará con Marta Rovira si, como está previsto, asume la vicepresidencia. Y cuando se acaben los represaliados, vendrán los que todavía no lo están, aunque ya los investigan a ver qué les pueden sacar...
Atizar el conflicto y acumular injusticias que les acaben dando la razón. Esta es, más allá de las diferencias de partido, la estrategia adoptada por los soberanistas. Obviamente va para largo. De derrota en derrota hasta la victoria final.
Jordi Carbonell, catedrático e histórico del independentismo, que llegó a ser presidente de Esquerra Republicana, interpeló durante la transición a los partidos autonomistas con una frase célebre: "Que la prudencia no nos haga traidores". Ahora, seguramente diría a sus correligionarios que peor que la prudencia será la impaciencia.