Para poder llenar algo, primero debes asegurarte de que esté vacío. Para poder sustituir una nación, primero debes asegurarte de haberla diluido lo suficiente como para que nada ni nadie pueda ofrecer resistencia. Para diluirla, pues, tienes que haber logrado que una parte de ella piense que la despersonalización es un elemento necesario e indispensable para garantizar el bien común. Esta es la estrategia que reside en el fondo de la controversia del pesebre de la plaza Sant Jaume o las luces inclusivas del barrio de El Raval: detrás de un falso debate sobre la laicidad de las instituciones, se ataca la raíz de las tradiciones del país con el consentimiento de quien no quiere parecer demasiado de derechas. La idea es encontrar excusas que presenten la disolución como un mal necesario para poder garantizar unas ideas de bien y de justicia universales, que, en realidad, no existen en ningún sitio.

La tradición es la espina dorsal de cualquier nación y la historia de las tradiciones del país es la historia del roce entre fe y cultura. Hoy es prácticamente imposible separar el grano de la paja, sobre todo con respecto a las fiestas, y decidir hasta dónde llega una y hasta dónde empieza la otra. Si vamos al fondo, al origen de nuestras celebraciones, hay religión. Aceptar esto, por suerte, no tiene que significar imponer ninguna creencia ni ningún dogma de fe a nadie. Son unas raíces que, con fe o sin ella, el sujeto nacional puede aceptar que existen. Precisamente porque fe y cultura —sobre todo, cultura popular— se han rozado durante muchos años, se puede participar de las tradiciones sin fe, es decir, se puede participar de las tradiciones desde la voluntad de celebrar la identidad. Es una aproximación que no cuesta mucho entender, me parece, pero que desde una parte de la política del país se confunde intencionadamente con afán desnacionalizador: sin tradiciones, sin raíces, sin orígenes, nuestra catalanidad parece un accidente. Si nuestra catalanidad es accidental, también es prescindible. Si exponer públicamente una parte de lo que la sostiene es aceptado como inmoral, la conclusión lógica será la de pensar que, poco a poco, debemos ir retirándonos.

La retirada progresiva de cualquier ápice de catalanidad de la vida pública del país es el paso previo a la sustitución. La lucha por el espacio es crucial, por eso es en Barcelona donde la sustitución lingüística y cultural del país se ensaña con más crudeza. Decidir qué puede pasar —la Copa América, la F1 en el paseo de Gràcia, el desfile de Louis Vuitton en el Park Güell— y qué no puede pasar —el ruido en la Escola Vedruna de Gràcia, un pesebre o unas luces de Navidad navideñas, sencillamente— es una forma de decidir cómo tenemos que ser: si ser barcelonés tiene que significar algo más que habitar un solar preparado para recibir a expats o si ser catalán tiene que significar algo más que una vecindad civil. Con el núcleo identitario diluido, sin resistencia —ni íntima, ni pública—, sin conciencia de cuáles son las raíces que nos vertebran y que durante generaciones han vertebrado a nuestros ancestros, somos un trozo de plastilina modelable a manos del españolismo autoritario del PSC. En nombre de la inclusión, en nombre del bien común, se excluye la catalanidad.

La retirada progresiva de cualquier ápice de catalanidad de la vida pública del país es el paso previo a la sustitución

Existe una parte de la extrema derecha catalana que seguro que preferiría que estas cruzadas contra los elementos de tradición católica las hicieran gente de otras religiones, pero no es así. Digo que les gustaría, sin duda, porque les permitiría simplificar sus consignas en un 'moros contra cristianos' de toda la vida. Repito, sin embargo, que esto no es así: quien confunde intencionadamente y quien solapa debates, quien pide que se retiren luces de Navidad porque son "demasiado" religiosas, no son los musulmanes del país. Me hizo gracia, este miércoles, la autora de El Raval a deshora (Núvol), Júlia Bacardit, que contaba en X que "los musulmanes marroquíes y senegaleses de El Raval eran los primeros en desearme una feliz Navidad". Sin afán de forzar una renuncia de las creencias, el elemento tradicional les permitía —y hoy les seguiría permitiendo— un contacto con la comunidad autóctona que quizás de ningún otro modo podrían establecer.

Con la excusa de las comunidades migradas, con la excusa de la inclusión, el PSC trabaja en todos y cada uno de los ámbitos sin descanso para construir un marco en el que los catalanes relacionemos nuestra propia catalanidad con villanía. Si inconsciente o conscientemente asumimos este marco, si poco a poco admitimos la disolución para no generar incomodidades, si íntimamente aceptamos que nuestra identidad o nuestra mera presencia es una molestia en el espacio público, si nos retiramos porque abjuramos de nuestra existencia y de las manifestaciones de nuestra particularidad, estamos aceptando el vaciado que facilita la sustitución. Este es el programa del PSC —que es la presencia del nacionalismo español en Catalunya— en todos los ámbitos: negarnos para afirmar la españolidad en una feria de aceite, caricaturizar nuestras tradiciones para que acabemos renegando de ellas, folclorizar la lengua y borrar la catalanidad de Barcelona para que, sin brújula, se convierta en la capital de ningún sitio. Ya lo veis, queridos: la inclusividad no había sido nunca tan excluyente.